Los viejos y los locos son los únicos que hablan con la televisión. Eso pensaba hasta que llegó esta pandemia. Ahora dudo, porque la que empezó a hablarle soy yo. Quizá no sea la pandemia, quizá sea que simplemente envejecí y enloquecí. No, no es que hable con la televisión-aparato: hablo con los personajes de las series que veo (quizá los viejos y los locos tampoco le hablan al aparato, o quizá sí, no lo sé). 

Intentaré ser más específica: leo geniales soliloquios de escritores, periodistas y amigos literarios, gente que en este encierro obligado se hace preguntas y se las responde, gente que escribe textos donde desnuda lo que siente, analiza lo que pasa y teme por lo que viene. Y yo no, yo no puedo. Claro que tengo muchas cosas dentro. Ese es el problema: temo lo que ocurrirá si lo pongo en palabras. 

Tengo una estrategia de supervivencia. Cuando siento que no puedo escapar de mis pensamientos y temores corro hacia las ficciones, refugio durante las peores crisis en mi vida. Recuerdo de memoria libros que me defendieron cuando sufrí bullying por ser intelectual precoz, películas que calmaron mi angustia cuando volví al país luego de vivir en el exterior, personajes que me acompañaron cuando trabajaba demasiado y también cuando me quedé sin trabajo, series que me abrazaron cuando tuve el corazón roto, cuando atravesé puerperios y varios cuandos más.

Es de noche, tan de noche que ya es de día. Pierdo la cuenta de las horas en el aislamiento obligado. “Pandemia” y “Virus” me asustan desde el catálogo de Netflix. Nunca me gustaron las pelis de terror pero me encanta la ciencia ficción. Lo pienso mejor: me encantaba hasta que la realidad se empezó a parecer demasiado a una película de ciencia ficción. Escapo de los hombres con aparatosos trajes de protección y los monos de Dustin Hoffman. Busco desesperada algo pasatista. Un cartel avisa que llegó la cuarta temporada de “La Casa de Papel”. Bingo. Un robo de bancos puede funcionar, pienso. Disparos, caretas, dinero que vuela por los aires. Sí. Devoro capítulo tras capítulo mientras se agudiza el insomnio. Pronto me doy cuenta de que es una trampa: la serie cuenta la historia de un grupo de personas encerradas, primero en La Casa de la Moneda y luego en el Banco de España. Encerradas. Quiero escapar pero es demasiado tarde: soy una rehén más, aunque sin el traje de Dalí, estoy pendiente de los latidos de Nairobi y quiero agarrarlo de los hombros al Profesor para convencerlo de que (aunque nuestro enemigo sea invisible) puede sacarnos de esta también. 

Otra noche, otro tour por los caminos de Netflix. Quiero algo liviano que me relaje en serio. Recuerdo que tengo pendiente el cierre de la genial comedia norteamericana “The Good Place”, donde brillan Kristen Bell y Ted Danson. Me aferro a la literalidad y decido que realmente quiero estar en “un buen lugar”. Apuro los últimos episodios de la serie, evalúo que esta última temporada logra mejorar la previa, pero que nada podrá nunca superar a las dos primeras. Entonces caigo en la cuenta: no es una serie sobre el cielo y el infierno, sobre humanos que buscan su mejor versión, demonios simpáticos y juezas extrañamente graciosas. Es sobre personas suspendidas en la eternidad que viven sus vidas en loop. En loop. Y yo que hace semanas que no sé qué día es cuando me levanto. Dudo como Chidi: no puedo decidir si seguir viendo la serie (me estoy riendo) o apagar la tele (me estoy angustiando). Quisiera ser tonta como Jason para no darme cuenta de lo que está ocurriendo o tener una mansión como la de Tahani donde pasar estas horas sin horario. Opto por tomar demasiados tragos y desmayarme en la cama mientras pasan los créditos del último capítulo, fiel al espíritu de Eleanor. 

Llega otra noche. Tras múltiples recomendaciones, y de la mano de mi amigo Juan Carlos Torrent, llega “The Morning Show”. La joyita de Apple TV que protagonizan Jennifer Aniston, Reese Witherspoon y Steve Carell me seduce desde el primer capítulo. No solo cuenta el escándalo que se desata tras una denuncia de acoso sexual, también analiza la red de complicidades que lo hicieron posible. Arranco bien porque me gusta todo: guión, actuación, música, fotografía. Pero en un capítulo alguien de la producción del show menciona al pasar que tienen una nota preparada sobre “gripe aviar” y quedo tildada. Intento seguir la historia y apartar ese pensamiento pero solo puedo pensar en un murciélago hecho sopa que bate sus alas en algún lugar de China y hace que hoy en Santa Fe el gobierno pida uso masivo de barbijos. Necesito que Alex y Bradley hagan un informe especial sobre lo que está pasando. En realidad, quiero que Bradley haga todas las preguntas que nadie se anima a hacer y consiga (por favor) las respuestas. 

Suspendo las series por algunas noches, no parecen estar ayudando. Pero una tarde, entre chocolatadas y galletitas, me obligan a ver “Nail it!”. Es un gracioso reality donde gente que no sabe cocinar encara complejas recetas que harían transpirar a los chefs más expertos del mundo. El resultado solo puede ser un divertido desastre. Pero cuando los concursantes corren desesperados a buscar ingredientes me siento dentro del video viral australiano donde unas personas peleaban por rollos de papel higiénico, cuando la pandemia recién arrancaba. Y escalofrío me recorre por la espalda. Poco después, me descubro comparando algunos resultados del concurso culinario con los experimentos que hago esos mediodías en los que, para evitar salir a comprar lo que me falta, invento recetas con lo que encuentro en la alacena y la heladera. Respiro hondo. Creo que estoy arruinando los realities también. 

Mi último intento llega cuando una amiga me avisa que desembarcó en Netflix la sexta temporada de una de mis series preferidas, “Brooklyn 99”. Nada más seguro que un cuartel de policía en Nueva York donde todos conocen tu nombre. Es nuestro cable a tierra. Cada noche vemos un par de capítulos y antes de dormir chateamos sobre las ridículas aventuras del equipo que lidera el capitán Holt. Pero me doy cuenta de que no puedo compartir con ella todo lo que pienso. No le puedo decir que cada vez que los personajes se abrazan o chocan los cinco me da impresión. Que me extraña la escena donde se ven nenes jugando en un parque. Que cuando un personaje tose deseo que solo sea un resfrío. Que me pierdo la mitad de un diálogo clave en una escena de hospital pensando que nadie cumple la distancia necesaria y que todos deberían llevar barbijos. No puedo confesarle que, a veces, al mirar al detective Jake Peralta a los ojos siento que él también me está mirando fijamente a mí y que ambos, en simultáneo, nos preguntamos de qué lado de la pantalla está la ficción.

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