Empieza bien desde abajo en el lugar en que nació, a pesar de todas las dificultades de su tiempo. Se encuentra varias veces ante la encrucijada de largar todo, pero sigue adelante. Tiene la oportunidad de irse afuera y no la desaprovecha. Deja atrás la comodidad de un mundo confortable y vuelve al sensual caos de la Argentina, ese país indescifrable que siempre anda haciendo equilibrio entre los extremos. Y se aferra al amor de su vida.
Esta podría ser la sinopsis de la vida de dos ídolos del fútbol rosarino, pero no. Es la historia de Jorge Pellegrini, el escritor admirador de Cortázar que encarna Ricardo Darin en esa entrañable película del cine argentino llamada “El mismo amor, la misma lluvia”. Aunque pensándolo bien, podría ser al revés. La síntesis cinematográfica encaja justo en las vidas de Ángel Di María y de Maxi Rodríguez. No persiguen la mirada dulce ni la sonrisa hipnótica de Laura -la protagonista en la piel de Soledad Villamil-, en la inmortal escena con la cara en la lluvia en la ventanilla de un taxi en un embotellamiento infernal. Siempre hay gotas en sus rostros, pero es otra la emoción.
“Fideo” y la “Fiera” son amigos. Se quieren, se respetan, se acompañan. Son conscientes del muro que se levanta entre ellos en una ciudad partida en dos por el fútbol, pero siempre fueron astutos para encontrar esa hendija, ese puente, ese “checkpoint Charlie” que atraviesa el concreto y une lo que casi siempre estuvo separado. Casi todas las veces ese encuentro fue en secreto; en una concentración, en una cena con sus parejas en un restaurante europeo, en un mensaje de Whatsapp. Pero hubo una noche que fue frente a todos, en el césped del Coloso, con Messi y otras grandes estrellas de testigos. Y fue inolvidable.
¿Por qué la misma lluvia? Porque si hay un rasgo físico y emocional que distingue a Maxi Rodríguez y a Ángel Di María del resto, es el sentimiento que los desborda, los quiebra y los desarma cada vez que hablan de Newell’s y Central. Son de hierro a la hora de patear el penal decisivo contra Holanda en Brasil o de ajusticiar arqueros en las finales del Maracaná y del Lusail. Pero son frágiles y etéreos cuando hablan de sus madres, de sus familias, de sus infancias, de sus colores. En fin, de todo lo que es atávico a este bendito lugar llamado Rosario.
Volviendo a la película, Ulises Dumont, ese viejo zorro de redacciones de diarios, bien podría ser Don Ángel o el Loco Bielsa. Y Eduardo Blanco, el laborioso jefe, podría compararse con este Ariel Holan de la vuelta de Fideo o con aquel Tata Martino del regreso de la Fiera. En los ojos de aquel joven Rodrigo de la Serna -Micky, el pibe de los mandados- se refleja la ilusión de los que presienten que están viviendo un momento histórico.
El film de Juan José Campanella, el mismo director de “El secreto de sus ojos”, se estrenó en 1999. El 14 de noviembre de ese mismo año, Maxi debutaba en Newell’s ante Colón. A Angelito todavía le faltaban seis años para comenzar su historia en la primera de Central. Seguramente andaría subido a la bicicleta de su mamá, recorriendo las cuadras que separaban la carbonería de la zona norte de Rosario de la Ciudad Deportiva de Granadero Baigorria.
“Mañana empiezo a escribir, tengo una idea para un cuento”, es la última frase que se le escucha a Ricardo Darin antes de que la pantalla se funda a negro y empiecen a caer las letras blancas de los créditos. La lluvia se desploma sobre el cantero central de una avenida cualquiera, que podría ser Pellegrini o Avellaneda. Cuatro amigos se acurrucan debajo de un paraguas. Los protagonistas ya avisaron, antes de despedirse, que no podrán dormir esa noche. Nadie duerme en la víspera de los grandes acontecimientos.
El cuento de Maxi ya terminó, aunque será eterno en el corazón de los leprosos. El de Angelito empezará el capítulo final a partir de este sábado, con las miradas del mundo posadas sobre el Gigante. El mismo amor que los trajo de la vieja Europa; la misma humedad en los ojos de los ídolos de una ciudad de película.