“Viejos meados”, exclamaban los seguidores de Milei al voto adulto que seguía a Patricia Bullrich en las primarias de 2023. Iban en los micros de Luis Barrionuevo, en esa insólita campaña electoral: peronismo tradicional y libertarismo político en los mismos asientos. “Meados”, clamaban los jóvenes contratados por una de las peores caras de la política: Barrionuevo, el que justificaba coimas, pero pedía dejar de robar en el estado corrupto de Carlos Menem. 

En Argentina, hace tiempo que ser viejo es sinónimo de olvido. Tal vez sea la propia naturaleza social. No es una excepción ni un error circunstancial. Es una política constante, transversal a los gobiernos que, con diferentes rostros y eslóganes, han encontrado en los jubilados una variable de ajuste casi inerte. El 70 por ciento de ellos cobra hoy haberes que rozan los niveles de indigencia. No alcanza para medicamentos, ni para alimentos esenciales, ni para calefacción en invierno. Es una cifra que no duele porque ya naturalizamos su monstruosidad. Como sociedad, lo dejamos pasar. Como Estado, lo promovemos.

“El Estado es una organización criminal”, definió una y otra vez el Presidente. Desde esa frase, se involucra “desde adentro” para desarmar sus delitos. Pero esta semana volvió, como otros presidentes, a confirmar su desprecio hacia esos millones de hombres y mujeres que trabajaron toda su vida. Claro que la lista es larga, varios expresidentes se sintieron a gusto vetando leyes que mejoraban la vida económica de los viejos. Incluso la propia Cristina Kirchner, aplaudida por sus seguidores al grito de “con banderas justas quieren desfinanciar al gobierno”: lo mismo que dijo el jueves Milei. 

Ante a un proyecto aprobado en el Senado para mejorar los haberes jubilatorios —modesto intento por restituir algo de dignidad—, el mandatario nacional anunció que lo vetará. Lo hizo entre risas nerviosas ante un auditorio que celebró su acting. La deshumanización propia de los que se saben ajenos a la ola de pobreza en el final del camino. Ellos y nosotros. Muy pocos de los que deciden sobre la vida de los otros padecerán los efectos negativos de sus políticas. 

No es solo Milei. Es un entramado que lleva décadas. En los 90, durante las reformas de Carlos Menem, Norma Pla, una viejita brava y quilombera, le pedía cara a cara al ministro de Economía Domingo Cavallo que no llore en medio de un tenso encuentro de reclamos. Cavallo había dicho que necesitaba diez mil dólares para vivir en argentina, mientras la mayoría de los jubilados cobraba 800 mil australes (algo así como 80 dólares). 

Pero no es el único sector de la Argentina, vulnerable y apaleado, que se tuvo que “comer” el desafío del esperado y poco ingenuo veto de Milei. Los aportes para la discapacidad, también reclamados y aprobados en la sesión, fueron arrojados al cesto frio de la basura política. 

Luis Juez, senador cordobés, opositor al kirchnerismo, le pidió al cuerpo votar a favor del aumento. Lo hizo mientras un nudo en la garganta le impedía hablar sin lágrimas. Juez es papá de Milagros, una joven de 25 años con parálisis cerebral tras haber nacido hipoxia neonatal. “Los discapacitados son personas olvidadas, invisibles”, dijo, tras la conmovedora cortina de lágrimas. 
Y se repite el argumento de los jubilados. En Argentina, invisibilizar a quienes viven con discapacidad no es un descuido casual: es una política sistemática que avala el abandono: entre la burocracia, las demoras y el discurso técnico, olvidan que detrás de cada número hay una persona, un proyecto de vida, una familia entera.

El gesto del senador Luis Juez tuvo su peso simbólico. “Nuestros hijos no son un número, no son una contabilidad. Y se merecen el mismo respeto”, dijo en la sesión. Sueldos bajísimos para terapeutas, poco respaldo de obras sociales y falta de subsidios sumergen a los discapacitados al abandono. Y cuando eso ocurre, las familias quedan solas, caminando un laberinto de amparos y trámites interminables para que el Estado cumpla con lo que debe: garantizar derechos.

El impacto fiscal, el déficit cero, se construye también sobre las cicatrices de los más vulnerables. Jubilados y discapacitados expuestos a un veto macabro de un economista que le celebra su amor a los balances pero no a quienes los han elegido. Si el Estado no respalda a los más vulnerables, no solo traiciona un principio de justicia: se condena a sí mismo a una erosión lenta y silenciosa. 

Pero la desidia hacia los adultos mayores no tiene color partidario. Durante las últimas décadas, ningún gobierno ofreció un modelo sustentable y digno para las jubilaciones. La movilidad previsional ha sido cambiada y manipulada tantas veces como el humor electoral lo requirió. Los bonos de miseria reemplazaron a las recomposiciones estructurales. Se prometió y se incumplió. Siempre.

Y mientras tanto, los jubilados mueren pobres. No como héroes anónimos, sino como víctimas de un sistema que los exprime y descarta. Son las raíces sociales de un país que se pretende sólido, pero que desprecia su base misma. Porque si algo enseña la naturaleza es que, cuando las raíces se secan o se olvidan, el árbol entero se cae. No hay fruto, no hay flor, no hay sombra. Solo un cadáver erguido, sostenido por la inercia de lo que alguna vez fue vida.

La apatía del poder es tan grave como su cinismo, porque el silencio frente al sufrimiento de los más vulnerables no es neutralidad: es complicidad. ¿Cómo se mide el progreso de una nación, por el crecimiento del PBI o por el modo en que cuida a quienes ya no pueden producir, pero que todo lo dieron?

A estos jubilados no les debemos caridad, les debemos justicia. No necesitan limosnas, sino reparación. Fueron quienes levantaron escuelas, sembraron campos, atendieron hospitales, construyeron fábricas y criaron generaciones enteras. Hoy caminan lento, solos, con frío . hambre. No hay épica en su tragedia. Solo hay abandono sistemático que más que una deuda, es uno de los retratos de la vergüenza argentina.