Hace una semana, en la tibia mañana de Roma del 20 de abril, cuando la Pascua vestía de blanco la Plaza de San Pedro, el papa Francisco, ya vencido por el peso de sus días, se acercó al micrófono por última vez. No fue un discurso solemne ni una homilía extendida. Fue apenas un susurro, un latido breve antes del silencio: "Queridos hermanos y hermanas, feliz Pascua. El maestro de la ceremonia os leerá el mensaje."
No pudo más. La respiración entrecortada, la fragilidad extrema, la mirada que parecía mirar más allá de la multitud y de las columnas de Bernini. Su última Pascua, su última bendición, su último gesto: entregarse sin resistencia, como quien ya ha entendido todo.
Ese murmullo –mínimo, humano, tembloroso– no fue solo un saludo ritual; fue la despedida íntima de un pastor que se dejó morir en la celebración de la resurrección. Mientras la voz del asistente continuaba leyendo en su nombre, Francisco, en su silencio, se iba, con su cuerpo inmóvil y dolorido.
Así partió. Entre palmas agitadas y oraciones rotas por el llanto. No en el estruendo de grandes palabras, sino en la verdad humilde de quien sabe que, al final, sólo queda entregarse.
La muerte de Francisco, el Papa que soñó una Iglesia pobre para los pobres, golpea como un espejo estallado en mil pedazos. Nos encuentra en una Argentina donde el 57,4% de los chicos es pobre y casi el 14% padece hambre crónica, donde la indigencia crece más rápido que la esperanza.
Caminamos sobre ruinas morales de un país que alguna vez soñó con ser el granero del mundo, con dignidad y justicia social, pero que hoy parece acostumbrado a la miseria como paisaje cotidiano. Los pibes en el barro y sus dirigentes, con bocas llenas de palabras comprometidas, enriquecidos por los resortes de la burocracia.
¿Puede su muerte enseñarnos algo? ¿O también su legado será otra palabra bonita arrastrada por el viento?
Francisco no fue sólo un líder espiritual. Fue un prudente líder político con la denuncia viva en la palma de sus acciones. Su voz, que reclamaba pan y derechos, incomodaba a gobiernos, a empresas, a las propias estructuras eclesiásticas. Nos pidió mirar a los últimos. Y sin embargo, en este barrio del mundo tironeamos de su sotana para verlo caer.
El tironeo entre las facciones políticas sobre el valor de la Iglesia en los asuntos de Estado fue puesto sobre la mesa del debate. La palabra del Papa podría no tener valor, a pesar de ser valiosa y sobre todo poderosa su presencia. No fue una posición de fe o ateísmo, solo fue, para la política argentina, un argumento para sostener una ideología que creyó que los curas no debían pesar tanto en esos temas.
El presidente lo insultó por su ideología, su humanismo y su defensa a los débiles (la agenda woke, que denuncia Milei) y el Kirchnerismo en su nombramiento lo “crucificó” en la palestra política acusándolo de cómplice de los crímenes de la dictadura. En los extremos, el mismo odio. La vampirización de una figura vilipendiada por las codicias del poder criollo.
A pesar de los actos que homenajean su vida, sus films, sus crónicas y despedidas, el drama no termina en nuestra frontera. En América Latina, bastión católico, uno de cada tres niños come cuando puede o no come. En África, donde la fe católica avanza entre las chozas y los campos de refugiados, 300 millones de personas no tienen qué llevarse a la boca. En Filipinas, país profundamente católico, el 20% de los hogares vive en inseguridad alimentaria permanente. Mientras tanto, el mundo gasta, según estimaciones del SIPRI (Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo) más de dos mil millones de dólares diarios en armas.
Su muerte será apenas otra noticia más en un país que ya olvidó demasiadas cosas
¿De qué nos sirvió haber tenido un argentino sentado en el trono del Vaticano, si no pudimos —ni supimos— cambiar la realidad de nuestros propios pobres?
Hoy su muerte merodea ceremonias y nostalgia tibia. Llorarlo no alcanza. Homenajearlo no alcanza. Rezarle no alcanza. Su vida, una revolución silenciosa y concreta, en cada barrio, en cada escuela, en cada plato que no llega a la mesa de un chico o su muerte será apenas otra noticia más en un país que ya olvidó demasiadas cosas.
Argentina desperdició, como tantas otras veces, una oportunidad única. Durante doce años, tuvimos a un compatriota en el centro del escenario global, una figura capaz de abrir puertas y dar peso a causas justas. Pero en vez de apoyo, fue desgarrado en peleas internas, con su nombre embarrado en las batallas mezquinas del poder. Cada sector político lo usó, lo manipuló o lo despreció según su conveniencia. Mientras el mundo lo miraba con respeto, en su barrio fue tironeado acusado de pecados que en realidad cometían otros.
Hoy, a una semana de su muerte, lo lloran aquellos que ayer lo calumniaban. Y lo que pudo ser una bisagra histórica para nuestro país, quedó reducido a otra postal triste de nuestra incapacidad para reconocer el valor de lo que tenemos antes de perderlo. Una vez más.