Cuando estés mal, cuando estés solo. Cuando ya estés cansado de llorar, no te olvides de mí, porque sé que te puedo estimular (Charly García)

 

Mientras más cosas te gustan, mayor es la posibilidad de disfrute. Es directamente proporcional: las oportunidades siempre están. Pero para eso hay que probar. Probar, probar y probar. O mejor dicho, probar, fallar, probar, dar en el clavo, probar, descansar, volver a probar. Y así.

No es que el maestro Vladimir Ilich Tao Tse Tung haya sido tan lanzado. Pero quién no tiene trabas, idas, vueltas, vericuetos, miedos. Y bueno: era como todos. Algunas cosas probó y otras no. Unas les gustaron más, unas menos. Otras le disgustaron. Disfrutó y se dio la cabeza contra la pared: eso no es directamente proporcional.

Es cierto que muchas veces se nublaba, entraba en lo que llamaba estado de negatividad. Se ataba a la pena. No la soltaba ni se soltaba. Pero entonces, aparecía su instinto de supervivencia y empezaba a pobar. Y realmente probaba. Hasta encontrar.

La clave, otra vez, es no impacientarse. Encontrar lo que te gusta algunas veces es fácil como tomar un helado. Pero otras lleva tiempo, sudor y lágrimas. Sangre mejor no, que el maestro se impresionaba.

Buenos Aires no le resultaba fácil a Vladimir. Tampoco a Vincenzo Di Moranti, que no podía dejar de penar el rechazo de Gal Bosta, entre otras varias cosas (no es cuestión de entrar siempre en detalles). En cambio Vito Nebbia, Nito Metre y Rosemary Yorio parecían llevarla mejor. Es que tenían una llave que abre cualquier frontera: la música.

Los cinco se habían instalado en una pensión del barrio de San Termo, una zona de conventillos, llena de italianos, judíos, polacos, judíos polacos, y uruguayos. Alquilaron dos piezas: en una dormían Vito y Rosemary, en la otra Vladimir, Vincenzo y Nito Metre.

Vladimir y Vincenzo sentían la extranjería. Se veían superados por la ciudad, el ruido, las multitudes que iban y venían hablando en lenguas diversas. Pero, claro, les pasaba otra cosa. El maestro, que no encontraba qué hacer ni a quién amar, chocaba otra vez con su eterno fantasma: el miedo a no poder. Vincenzo, que siempre fue su peor enemigo, sufría nostalgia paralizante: se negaba a tocar las canciones de bossa nostra, porque decía que sólo las podía cantar con Gal Bosta, y lloraba por ella.

Entonces, Vito, Rosemary y Nito decidieron probar con un trío. Las canciones de Vito Nebbia hicieron el resto. Todas las noches tocaban en los bares de la plaza de San Termo. Recibían reconocimiento y algo de dinero. Cómo suele pasar, conocieron a otros músicos, empezaron a compartir con ellos, sin darse cuenta se integraron a una comunidad.

Vincenzo solía quedarse encerrado en la pieza. Vladimir iba con ellos, para al menos disfrazar la soledad que lo abrumaba.

Una noche de junio, después de la ronda por los bares, los invitaron a una fiesta en la casa de un compositor con fama de vanguardista: el Músico Más Venerado del País.

Era en barrio Forte, una zona de edificios señorales y gente adinerada. Llegaron en subte. Cuando salieron a superficie vieron otra cara de la ciudad: allí no se hablaba en lenguas, como en San Termo. No había gritos desaforados. Todo estaba limpio, las calles iluminadas, la gente bien vestida.

Llegaron al lugar indicado. Tocaron timbre, subieron siete pisos por un ascensor negro y enrejado. Los esperaron con la puerta abierta. Entraron.

Otra dimensión. Otro mundo. Otra vez la burbuja. Una burbuja que nos mantiene a salvo, que nos aisla del mundo en el momento en el que el mundo se vuelve un todo hostil.

Fiesta, música, danza. Cuerpos, miradas. Sabores, olores. Humo.

Vladimir se dejó transportar. Se olvidó de algo. Se olvidó de todo. Empezó a mover el cuerpo. A sentir la música. A ver los colores. Era hermoso. Transpiró. Ah, qué bueno transpirar: algo se abrió.

¿Cómo te llamás? Vladimir. ¿Y vos? Federico.

Bailaron, se rieron, tomaron, bailaron. Vladimir se sentía lberado. No se preguntaba por qué, pero veía su cuerpo moverse como nunca antes. Para decirlo en términos de hoy: se tiró unos buenos pasos.

Pasaron horas. El lugar se vació. Vladimir perdió de vista a Vito, Rosemary y Nito. Federico lo invitó a ver el amanecer a la costanera (Vladimir no daba puntada sin río). Llegaron. Se sentaron en un banco.

Qué lindo que es conocer a alguien y sintonizar. Encontrar la frecuencia y desplegar el arte de la comunicación. Perder la noción del tiempo. Disfrutar de eso. Ir por más.

No pasa todos los días. ¿Podía ser que estuviera ocurriendo?, se preguntó en un momento el maestro. Hasta ahí, su cabeza le había dado un respiro. Pero en algún momento iban a aparecer las preguntas. Y los miedos.

Vladimir quedó como tildado. Federico, que estaba sentado al lado, le masajeó el pecho. De a poco Vladimir volvió a la escena. Respiró hondo, se aflojó, abrazó a Federico, le cayó alguna lágrima. Estuvieron un rato así. Después se pararon y caminaron rumbo a la ciudad. Hasta perderse.

Probó. Vladimir probó y le gustó. Qué maestro.