Este 25 de noviembre es el último día de la vida que tuvimos. Se murió la capital de la Argentina. Diego Armando Maradona fue -es y será- una parte de todas y todos. Un amigo, un hermano, y según la generación a la que pertenezcamos, un padre, un hijo. Estamos desgarrados. Se nos parte el cuerpo de dolor. Perdimos nuestra alegría más genuina. ¿Cómo aceptar que ya no veremos la sonrisa dibujada del pibe de Villa Fiorito? ¿Quién nos rescata ahora que no está Pelusa? ¿A qué Dios le vamos a rezar, si el único que conocimos en vida se murió este mediodía?

Maradona no sólo fue el jugador más genial de la historia del fútbol. Maradona fue la expresión más representativa de nuestro país. El gen argentino. Del barro al oro y del oro al barro. En el cielo por su inagotable creatividad, su capacidad de trabajo para sostenerse como el mejor entre los mejores, su enorme generosidad para ser el compañero más humano de todos los grupos que integró. En el infierno de una puta enfermedad que lo apagó más rápido de lo que hubiésemos querido.

Diego corrió y se cargó el país en la espalda. Como se subió su familia al hombro cuando tenía 16 años y se hizo cargo de una casa. Si, a los 16 años se ocupó que ya no les falte nada a ninguno a los suyos. Y a los 19 en Japón nos hizo saber que también se iba a ser cargo de nuestra felicidad. Nos lo confirmó a los 26 en México. Y un año después de conquistar el mundo, desde el sur de Italia les hizo a creer a todos los napolitanos que un hombre nacido en el sur del gran Buenos Aires les iba a cumplir sus sueños.

A los 33 vino a Rosario. Se vistió de rojo y negro y les tatuó la bandera a todos los hinchas de Newell’s. Fue un momento breve de un romance que luego tomó el carácter de eterno. Queda para siempre en la popular -¿qué más popular que él?-, ahí en la Diego A. Maradona. Nos dimos cuenta que se nos iba el Diego futbolista a sus 34, cuando le cortaron las piernas en Estados Unidos. Siguió volviendo como cuando nos llevó a esa Copa y en el medio fue entrenador y se dio una vuelta por Corrientes y caminó por una vereda Avellaneda, sin perder el respeto por la otra. Hasta que quiso volver dónde fue feliz a sus 21. El corazón, en La Boca.

A los 41 nos dijo que “se equivocó y pagó, pero que la pelota no se mancha”. Tan humano que se hizo cargo de todo lo que al resto ni siquiera nos entra en mil vidas. Él las vivió en una sola. Pasó por todo el planeta hasta que los 59, el Lobo lo invitó al Bosque para que se despida de su gente en sus canchas. Ahora, a sus 60, todas y todos pesamos 21 gramos menos. Hoy se nos cayó el alma.