Esta necesaria pero interminable cuarentena nos ha quitado muchas emociones compartidas. Nacimientos, aniversarios, cumpleaños, besos y sinceros abrazos corazón con corazón, tan imprescindibles para hacer que el levantarse cada día tenga un sentido trascendente.

El aislamiento social no sabe de emociones, pero hoy quedó demostrado que los sentimientos populares genuinos tampoco saben de prohibiciones.

La noticia de la muerte del Trinche Carlovich, en medio de una cirugía de rescate que pretendía salvarlo, tras haber sido asaltado y golpeado, nos sacudió a todos: charrúas, salaítos, leprosos y canallas. Claro que a los que nacimos en barrio Belgrano y lo conocimos de cerca, nos pegó de lleno. El peor foul sin pelota jamás visto. Por qué a él.

Y dónde despedir a alguien que era fútbol, sino en su propia cancha, cuando hasta los velatorios están prohibidos.

No hizo falta convocatoria explícita, ni cadena de Whatsapp, ni viralización de mensajes. Después de que Chupa, el canchero charrúa, abrió las puertas del estadio de Central Córdoba, empezó el desfiladero de personas con barbijo reglamentario, que sintieron necesidad de salir de sus casas a despedir a su ídolo.

A caminar por el pasto, moqueando en silencio bajo esta luminosa tarde de mayo, a un metro y medio de distancia, o dos, o los que quieran. Qué más da. Velemos al Trinche, aún en su ausencia.

Un lazo negro, un ramito de flores, una foto de colección, un mural en su memoria, cúmulos de indignación y lágrimas. Muchas lágrimas que necesitaban ir en busca de otras para hacer presente a quien de forma absurda e injusta, ya no podrá volver a engalanar ni el césped ni la tribuna de su estadio.

El Gabino Sosa fue un velorio a cielo abierto. Tablada está de luto. Pelota detenida. Llora el fútbol.