Como anfitrión de la cumbre del Mercosur que se realizó esta semana en Buenos Aires, Javier Milei se mostró como lo que es: una figura disruptiva que tensiona el status quo regional. Es el lobo solitario de un bloque que aún cree en los pactos. El libertario hoy no tiene -y tampoco quiere- aliados verdaderos en la región.
Su agenda liberal radical choca de frente con la historia, la estructura y los equilibrios de un bloque que, con sus vaivenes de más de 30 años, ha sido más resiliente que rupturista.
La cumbre expuso un hecho inocultable: Argentina no tiene hoy una política regional sino un presidente que reniega de ella. El libertario usó el foro para reiterar su desprecio por la “burocracia elefantiásica” del Mercosur y para sugerir que, si sus ideas no son aceptadas, Argentina podría “flexibilizar” su participación. Y dejó en claro que, si de él dependiera, el bloque tendría otro ADN: menos integración institucional, más libertad comercial. Menos Estado, más mercado.

Pero el Mercosur no es una criatura unipersonal que Milei puede moldear a su imagen y semejanza. Y aunque intentó imprimirle su sello ideológico, la realidad fue otra: el Mercosur respondió con indiferencia, con gestos diplomáticos calculados y con una continuidad que le marca los límites a cualquier cruzada solitaria.
No lo hizo explícitamente, pero el libertario amagó con la puerta de salida cuando expresó: “Emprenderemos el camino de la libertad y lo haremos acompañados o sólos”. Sin embargo, no tiene cómo abrirla: una partida formal del bloque requeriría la aprobación de dos tercios del Congreso. Una amenaza que suena más a sobreactuación ideológica que a proyecto realista.
Durante este último semestre que ejerció la presidencia del bloque, el gobierno argentino intentó imprimirle una impronta aperturista. En ese sentido, el acuerdo con la Asociación Europea de Libre Comercio fue presentado como trofeo. El grupo formado por Suiza, Liechtenstein, Islandia y Noruega -países con alto poder adquisitivo- abre nuevos mercados principalmente para los productos agrícolas y ganaderos regionales.
También se avanzó en la ampliación de las “listas de excepciones” al arancel externo común. Una medida clave que permite a los países del bloque aplicar tarifas diferenciadas en hasta cincuenta productos adicionales. Este ajuste técnico, le da al gobierno de Milei mayor margen para negociar beneficios bilaterales. Particularmente con socios que le interesan como Estados Unidos, donde se buscan acuerdos de reciprocidad sin romper formalmente con el Mercosur.
Todo eso convive con una realidad política insoslayable: Milei no tiene volumen diplomático dentro del bloque. Carece de aliados sólidos, su sintonía ideológica no encuentra eco y su prédica libertaria resuena en un auditorio mayoritariamente escéptico. Está solo.

El contraste con Lula fue abismal. El brasileño, firme y diplomático, usó su discurso para recuperar una visión más clásica del Mercosur: integración solidaria, desarrollo inclusivo, fortalecimiento institucional y apuestas por la infraestructura regional. Mientras Milei predica el sálvese quien pueda, Lula habla de puentes. Literal.
Pero la tensión no fue sólo discursiva. El protocolo fue deliberadamente hostil: se negó el acceso del fotógrafo personal de Lula al acto. Esto detonó un gesto claro del brasileño, que se empacó en las escalinatas y no se movió hasta que lo dejaron subir. Luego vino el saludo frío entre ambos presidentes. No hubo bilateral. No la habrá. Milei ni siquiera la desea.
El Mercosur también fue la caja de resonancia de las batallas políticas internas del Cono Sur. La visita de Lula a Cristina Fernández de Kirchner -condenada por corrupción y actualmente en prisión domiciliaria- no fue un gesto diplomático más: fue una jugada política de alto voltaje que reactivó tensiones larvadas entre los dos principales socios del bloque.
El presidente brasileño no sólo le dio visibilidad internacional a la ex mandataria, sino que la respaldó sin matices, validando públicamente la tesis del lawfare en Argentina, algo que Milei niega con vehemencia. Con ese movimiento, Lula no sólo desafió la narrativa oficial del gobierno argentino, sino que además dejó un mensaje regional: que la justicia, cuando se vuelve herramienta de persecución política, merece ser denunciada.

En cuanto a los demás miembros del bloque, cada uno juega su propio juego, marcado por sus prioridades domésticas y sus vínculos históricos. El presidente de Paraguay, Santiago Peña, juega a dos puntas: se muestra alineado con Milei pero nunca se enfrentará a Brasil. De esta manera navega en la ambiguedad sin comprometerse del todo con ninguno: se muestra cercano en lo ideológico y en los gestos protocolares con el argentino, pero mantiene una alianza estructural con Brasil que no está dispuesto a poner en riesgo.
En tanto Uruguay, bajo la conducción de Yamandú Orsi, mantiene su reclamo histórico por una mayor apertura comercial y comparte con Milei la crítica al proteccionismo del bloque. Sin embargo, hay una diferencia clave: Orsi cree en la diplomacia, no en el choque frontal. Su visión es pragmática, no disruptiva, y por eso mantiene distancia del estilo confrontativo y desinstitucionalizante del libertario argentino.
En tanto, Bolivia atraviesa una crisis interna profunda, con divisiones en el oficialismo a más de un mes de las elecciones presidenciales -serán el 17 de agosto- con protestas crecientes y una economía en deterioro. Por lo que su voz en el bloque, por ahora, es más formal que efectiva ya que está demasiado ensimismado como para incidir.
Durante los próximos seis meses -con Lula a cargo de la presidencia pro tempore- el bloque retomará la agenda de integración regional con una visión claramente antagónica a la de Buenos Aires. La administración brasileña buscará reactivar el acuerdo con la Unión Europea, empujará temas sociales y climáticos y apostará por un Mercosur “con rostro humano”, en directa oposición al dogma libertario de su vecino.
Lo cierto es que el Mercosur sigue siendo hoy un escenario común, pero sus actores juegan con libretos distintos. Para Milei, es una traba. Para Lula, un escudo ante la guerra comercial global. Para Uruguay, una plataforma para proyectarse. Y para Paraguay, una garantía de estabilidad. Este es el nudo: el bloque no tiene un único sentido.
A pesar de esto, la LXVI Cumbre de Presidentes del Mercosur de esta semana ha ocurrido sin escándalos mayores, pero con tensiones latentes: un presidente argentino sin aliados, un bloque que no compra su discurso y una región que sigue, pese a todo, creyendo en la integración como camino.