Rafael Juniors Solich tenía 15 años cuando disparó en el aula y mató a tres compañeros e hirió a cinco en una escuela del sur argentino. Está próximo a cumplir 36 años y permanece bajo tutela judicial en un neuropsiquiátrico. Su vida transcurrió entre internaciones y salidas transitorias. Se enamoró, tuvo un hijo y fijó domicilio en Villa Elvira, partido de La Plata, donde pocos conocen su pasado. En setiembre del año pasado se cumplieron dos décadas de lo que se llamó “La Masacre de Carmen de Patagones”, el primer caso conocido en Latinoamérica de un fenómeno que acumula estadística en EE.UU. En el país del norte conviven dos condimentos que enriquecen la tragedia: el bullying escolar y la accesibilidad a las armas de fuego.
Juniors antes de gatillar escuchaba Marilyn Manson, solía vestir de negro y deambulaba por la escuela soportando agresiones y burlas. Victima de bullying, le sacó el arma a su padre, una nueve milímetros que le había dado la Prefectura por ocupar un puesto de subprefecto, ingresó al aula y susurró “hoy va a ser un buen día” antes de vaciar el cargador contra sus compañeros.
Tres de ellos terminaron muertos en el aula. “Se van a acordar de mí, todos lo que yo anoté. Tengo al Ángel de la Guarda encerrado por cagón. Va a ver que nunca es tarde para hacer lo que hice yo”, se inspiró Coki Debernardis en “El Chico que Bailaba lento”, un tema que incluyó en “Chico Dinamita Amor”, acaso uno de los mejores discos de rock compuesto y grabado en Rosario.
El caso de Juniors Solich fue sólo una punta visible y dramática. Hubo infinitas historias que también terminaron con muertos. Decenas de suicidados en un corral de maltrato y bullying escolar.
La serie de moda relatada en cuatro planos secuencias y con grandes actores, es una ficción. Un registro de actores y productores audiovisuales que simula lo que sucede casi a diario en cada caso real. Con o sin muertos, pero con consecuencias inolvidables y transformadoras.
“Los voy a prender fuego a todos, los voy a bajar uno por uno loco, nadie me dice que tengo que hacer”, grabó hace pocos días un adolescente en un mensaje de audio antes de ingresar a su aula con un machete afilado a intentar poner en “orden” el impulso de su dolor. Estos episodios, lejanos o actuales, son repetidos. En silencio o con estruendo, suceden dentro o fuera de aulas, hogares, clubes. La niñez y la juventud vivida como un tormento.
Las lógicas de la política promocional
La política y sus alcances electorales gimen con lógica de la revancha. El despecho y el resentimiento empujando a los superhéroes del tiempo. Los que están afuera, quieren estar adentro. Para entrar deben bombardear del más podrido estiércol a los que si bailan agraciados siendo parte de ese 20 por ciento de elegidos que quieren el 80 por ciento de las personas (la ecuación que expone "Adolescencia")
El insulto, la descripción vulgar sin metáforas, la ira como código político se repite. Hacer “mierda” al rival es el objetivo de la confrontación que se plantean en las instituciones. Es decir, los arrinconados por el fracaso, ante el frío del olvido, son capaces de incendiar su casa para que todos los miren.
Nadie está exento: en el debate presidencial del 2023, Sergio Massa reveló un dato de la experiencia laboral de Javier Milei con especulación promocional. Milei trabajó en el Banco Central y, además, fue rechazado al terminar el período de su pasantía. De allí su permanente ira para contra la funcionalidad de la entidad.
"¿Por qué no te la renovaron? Contale a la gente, entiendo que estés enojado con el Banco Central porque en algún momento te sentiste rechazado", evaluó Massa en el debate. Los rotos de la política convocaron a los rotos de una Argentina maltratada en todos sus rincones. Un ejército de doloridos y estafados que encumbraron tal vez al “mejor de sus pares”.
Hay hombres que no llegaron al poder para construir un futuro, sino para corregir un pasado. No se sientan en el sillón presidencial para liderar pueblos, sino para reescribir su infancia. Son los hijos del maltrato, los huérfanos simbólicos del afecto, los que aprendieron que antes de ser olvidados conviene volverse temidos.
Adolf Hitler, Joseph Stalin, Saddam Hussein o Mao Zedong, tienen biografías donde queda explicito algo de esa ecuación. Niñez atormentada, liderazgos tortuosos.
En este tiempo -solo para narrar descriptivamente- Vladimir Putin, Donald Trump y el propio Javier Milei: tres figuras distintas, tres geografías lejanas, han descripto un idéntico núcleo ardiente en sus vidas.
Putin creció entre ruinas, en una Leningrado herida de muerte. Conoció el miedo, las peleas callejeras y silencios espesos sin ternura. Aprendió que la única forma de no ser devorado era dominar. Trump enjaulado en mansiones donde no se le perdonaba la debilidad. Su política es un reality donde gana el que grita más fuerte.
Y nuestro Milei habló de su infancia con la crudeza de quien todavía mastica el trauma: maltrato físico, psicológico, años de silencio con sus padres. En su figura parecen convivir el niño herido y el adulto desafiante. Cada grito, cada insulto, cada metáfora bélica es también una carta dirigida a un pasado que no lo quiso.
Lo que los une no es la ideología, sino la herida. No el proyecto político, sino el dolor sin resolver. Y es ahí donde nace el riesgo: cuando el poder se convierte en terapia, el pueblo se vuelve paciente, a veces víctima. Tal vez haya que empezar a mirar menos los discursos y más las infancias. Porque los hombres que no fueron amados a tiempo, a veces, buscan que el mundo entero les pague esa deuda.