“Éste que termina es el verano de los chetos”. La afirmación es de una jovencita con ideas propias, testigo de una serie de hechos violentos en los que los protagonistas son varones y mujeres de una clase social (a veces también económica) acomodada. Sí, los niños bien también pegan y dan patadas, algunas mortales como la que recibió en la cabeza Fernando Báez Sosa de parte de un grupo de pibes que pasaban sus vacaciones en Villa Gesell.

Desde el 18 de enero pasado, la sociedad –al menos quienes se conmovieron con el crimen descarnado del chico– se hizo preguntas en relación a las motivaciones de los atacantes. Salieron publicados y se multiplicaron en radios y emisiones televisivas, análisis que intentaban explicar por qué pibes de menos de 20 años habían desatado su furia contra un par, solamente por un cruce menor en un boliche. Como son jugadores de rugby se apuntó a la rudeza de la disciplina deportiva y, en general, se logró acordar que acá no estaba el quid de la cuestión ya que la mayoría de los rugbiers no salen a matar personas.

Los muchachos que hoy están detenidos gozan de una condición económica y social de privilegio. Y como muchos de ellos, pueden jugar al rugby, un deporte que, en general, se desarrolla en clubes con inscripción y cuotas altísimas, más allá de que en los últimos años se ha popularizado al igual que el hockey. Son pibes que pueden vacacionar en la costa a pesar de que no trabajan y que pueden terminar la noche en un Mc Donalds. Que consideran que esos beneficios de clase son dados naturalmente y que un “negro” no los va a venir a trastocar.

Una vez más la distancia con el otro. Ojalá la usaran por estos días los chetos y así no se pasearan por el país poniendo en riesgo a sus vecinos quienes, afortunadamente, los denuncian. ¿O no es la superioridad que sienten algunos sobre los otros lo que impulsó la piña a la cabeza del guardia de seguridad en Olivos? Ahí estaba Miguel Ángel Paz –qué paradoja de nombre– expuesto por la cámara de vigilancia de su propio edificio, dándole con fiereza al empleado que “osó” pedirle que respete la cuarentena por el coronavirus.

El privilegio de clase instala una separación entre ellos y nosotros. Son kilómetros y kilómetros de hostilidad, de desconocimiento y de indignación con lo diferente que sólo se puede sostener si los mantenemos (a los otros) a raya. Y si es necesario, que sea a los golpes.

Hay contextos que ponen en evidencia comportamientos que, en otro momento, se naturalizan. Ese convencimiento de algunos de poder hacer lo que se les cante tan sólo por el hecho de ser quiénes son se pone de manifiesto cuando un empresario reconocido de Rosario considera que puede sortear la restricción impuesta a todos las demás personas que, como él, volvieron del extranjero. Ahí podría estar una de las claves de esta nueva infracción, que tiene su símil en la ya vieja y conocida evasión de impuestos o responsabilidades sociales ligadas, incluso, a sus ocupaciones laborales.

Pero antes que todo esto fuera contado en los diarios, se vio caer un cordero vivo desde un helicóptero. La imagen desgarradora de un animal cayendo a una pileta a modo de chiste estuvo ligada a empresarios argentinos que descansaban en playas uruguayas. La excéntrica manera a la que acudieron para divertirse también estuvo colmada de violencia y de desinterés. Sin imaginarlo siquiera, se inauguraba un verano del que se quisieron apoderar unos pocos. Ésos que están convencidos que no deben atenerse a lo que le es impuesto al resto de la sociedad y que, atravesados por esta auto consideración, se dan licencias para trasgredir normas y derechos de los demás.

No hay conciencia del otro para quien se cree único y no escatimará su fuerza para resistir y defender esta condición. Cueste lo que cueste, incluso la cárcel.