El presidente Donald Trump está mostrando su implacable liderazgo. Como mandamás global, no está interesado en restaurar el orden internacional de hace 80 años. Está haciendo algo mucho más audaz y peligroso: convencer al mundo de que ya no lo necesita. Que las reglas multilaterales, los compromisos compartidos, los consensos y las estructuras construidas después de 1945 son rémoras de una época ingenua. 

En las últimas semanas, el norteamericano pasó a probar que el poder depende de la capacidad de actuar sin mediaciones, con efecto inmediato y sin buscar legitimación externa. Y que no se necesita de estructuras formales.

Es por ello que en su política exterior, Trump no construye alianzas: construye relaciones. No trata ni negocia con países, sino con líderes. El mundo, para él, no es un sistema: es un club privado donde se entra por carisma, se sobrevive por obediencia y se cae por insolencia.

Para sorpresa de muchos, está teniendo éxito. 

Esta semana le tocó a Brasil. El gobierno de Estados Unidos le aplicó una tarifa del 50 por ciento a sus productos como castigo por el juicio a su “amigo” Jair Bolsonaro. Si bien se notificó un supuesto “desequilibrio comercial” el mensaje fue otro: quien toque a uno de los suyos, lo paga. La Justicia brasileña -que ya inhabilitó al ex presidente para ejercer cargos públicos hasta el 2030- ahora lo juzga por liderar una “organización criminal” que buscaba impedir que Lula da Silva asumiera la presidencia en 2023 y que incluía un plan para asesinarlo. 

Lejos de retroceder, Lula le respondió a Trump con una frase tan lúcida como simbólica: “No necesitamos un emperador, somos países soberanos”. Si bien ahora entra en disputa el comercio bilateral, lo grave es la intromisión directa de un líder extranjero en los asuntos internos de un Estado. Y peor aún, en la Justicia de un Estado. Lo que Brasil enfrenta hoy -además de un conflicto comercial- es un castigo imperial. 

El punto más revelador del tipo de liderazgo que Trump intenta imponer ocurrió en la última cumbre de la OTAN en La Haya a fines de junio. Lo sucedido allí no fue una negociación: fue una ceremonia de pleitesía colectiva. Los líderes europeos no llegaron a plantear agendas: llegaron a no ser humillados. Y lograron apenas eso. El presidente, sin levantar la voz, obtuvo una promesa de aumento del gasto militar hasta el 5 por ciento del PBI por parte de los miembros. Una cifra ridícula incluso en tiempos de Guerra Fría. ¿Por convicción atlántica? No. Por miedo.

Nadie habló de valores democráticos ni de autonomía estratégica. Todos hablaron de gasto militar. Todos miraron hacia Washington con esa mezcla de ansiedad y temor que antes solo se veía en los despachos coloniales. La figura de Trump operó como un disciplinador silencioso: el que se desalineaba, quedaba fuera de la foto. Todos sabían el castigo sería inmediato: aislamiento, sanciones, desprecio público. 

Una escena tan brutal como reveladora fue la de Volodímir Zelensky. Hace apenas un año exigía a viva voz el ingreso inmediato de Ucrania a la OTAN. En cambio esta vez, apareció en escena en modo obediente y agradeciendo con tono de alumno aplicado. Incluso cambió el uniforme militar por un traje formal, como no lo hacía desde hacía tiempo. No fue casual. Fue exactamente lo que Trump le había sugerido -casi ordenado- durante su última visita a la Casa Blanca. El mensaje era claro: si querés ayuda, primero mostrá respeto.

En tanto, el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, le envió un mensaje de texto que el mismo Trump filtró: “Felicitaciones y gracias por tu acción decisiva en Irán, fue realmente extraordinaria”. A su actitud considerada extremadamente sumisa, el neerlandés la defiende como una táctica para tratar al siempre volátil presidente estadounidense, al que conoce desde hace años.

Astuto como siempre, Benjamín Netanyahu entendió la lógica y le entregó en su visita a Washigton -después de desarmarse en elogios- la carta que él mismo envió al Comité de Estocolmo para nominar a Trump al Premio Nobel de la Paz. Porque no es sólo adularlo: es demostrar que uno sabe cómo hacerlo. Que uno entiende el código. 

Los éxitos actuales del norteamericano en el escenario global están cimentados, en gran parte, en un episodio puntual que reconfiguró la percepción internacional sobre su capacidad de mando: el bombardeo sobre Irán. La operación, quirúrgica y sorpresiva, mostró que Trump puede actuar con determinación letal sin arrastrar a Estados Unidos a una guerra abierta. Logró lo que parecía imposible: castigar a Irán, satisfacer a sus aliados del Golfo e Israel, y a la vez imponer silencio estratégico en Teherán, que respondió con moderación y sin escaladas. 

Desde entonces, su palabra pesa más, sus amenazas se escuchan más fuerte, y su liderazgo, aunque incómodo, se volvió imposible de ignorar. El analista internacional Carlos Pérez Llana, expresó que el poder estadounidense no se retiró: volvió, con más crudeza, menos hipocresía y cero tolerancia al desacato. Ya no se disfraza de guía moral. Vuelve como imperio sin culpa. 

Países como Argentina, bajo liderazgos que admiran más la estética que la estrategia, entran rápido en esta lógica. El presidente Javier Milei, que ve en Trump un referente ideológico y comunicacional, apuesta a subirse al tren sin preguntarse adónde va. Pero el modelo Trump no incluye invitados permanentes. Sólo aliados descartables. No premia afinidades. Premia obediencia. Y castiga sin anestesia.

La paradoja es que esta forma de liderazgo que se presenta como “auténtica”, “fuera del sistema”, es profundamente dependiente de una cosa: la necesidad de validación. Trump no lidera para transformar el mundo. Lidera para ser aplaudido. Para ser temido. Para ser necesario. Por eso desprecia a los organismos internacionales: no a las reglas en sí, sino al hecho de que ahí su poder se relativiza. 

Y puede incomodar, irritar o escandalizar, pero hoy ningún cálculo geopolítico debería hacerse sin preguntarse primero qué hará él.