Hubo euforia presidencial. Todo el gabinete, sus candidatos, seguidores leales que pintaron Caba de un violeta sobre el amarillo que dominó las últimas dos décadas. Pero el “pero” es grande. En Buenos Aires, la gran ciudad de la política argentina donde viven 4 de los últimos 5 presidentes vivos de la democracia, votó apenas el 53% de la población. El resto —una multitud fantasma— si bien está “obligado”, eligió no elegir. Ni furia, ni épica. Silencio. Un silencio pesado, como de teatro después del apagón

En los cafés de avenida Santa Fe, la calle donde vivió hasta su muerte Alfonsín, los mozos servían cortados sin mirar el celular. Nadie preguntaba por los resultados. En las veredas, los afiches de campaña seguían colgados como cuadros de un museo que ya cerró. No hubo colas, ni discusiones. Sólo esa calma de domingo donde hasta el futuro parecía tomar siesta.

Pero no se trataba solo de elegir legisladores. Eso era la excusa. Se votaba, en verdad, una forma de entender el mundo. Las revanchas con Macri, el alago a Milei, o remar la decepción para insistir con las viejas recetas. Una ciudad con memoria o una ciudad amnésica. Una política que abrace o una que administre el miedo. Sin embargo, la mitad de los ciudadanos no quiso tocar esa puerta. Prefirió no responder. Como si nada de esto tuviera que ver con ellos.

¿Y si la democracia no muriera con un grito, sino con un bostezo?

En el mientras tanto del boom de la serie Eternauta, las calles de la democracia se muestras heladas como el relato de Oesterheld. Si la mitad elige quedarse en casa, hay una pandemia que nos propone un encierro. Denso, otra vez. 
Lo peligroso no es el voto equivocado. Es la renuncia. Porque en esa renuncia silenciosa otros toman el timón. Una minoría convencida —a veces enceguecida— puede escribir el libreto completo mientras el resto bosteza frente al celular hipnotizados con la sugerencia de los algoritmos de Instagram o TikTok. 

La apatía política no es nueva en la Argentina. Ya en los años ’30, tras el golpe de Uriburu, la etapa conocida como la década infame, las elecciones eran una coreografía marcada por el fraude y la desilusión. Más adelante, en los años previos al regreso de Perón en el ’73, muchos jóvenes se radicalizaban mientras otros se replegaban, descreídos de todo. Y durante los ’90, en plena fiebre de consumo y tele, la política fue perdiendo su espesor ideológico: el voto se volvió marca, eslogan, espectáculo. Tal vez el mayor quiebre llegó después del 2001, cuando el “que se vayan todos” no fue solo una consigna, sino un grito existencial.

Desde entonces, la relación con la política se volvió ambigua: se la sigue, se la insulta, se la necesita, pero también se la esquiva. Como si estuviéramos siempre a punto de involucrarnos, pero con una mano en el bolsillo y la otra en el celular o el control remoto.

Después de la pandemia, el fracaso y el show de los payasos del “prometo, pero nunca cumplo”, la apatía electoral caminó peligrosamente los domingos de comicios. Desde el histórico regreso de la democracia, 1983, esa elección fue la que más participación tuvo: 85.61% del padrón. Si bien la elección de ayer es comunal, solo concejales (para traducir el lenguaje técnico del legislador porteño), la ausencia golpea al hígado de la representatividad. 

Las nuevas mayorías tal vez no estén en ninguna parte. Tal vez se evaporaron. O se quedaron atrapadas en la trampa del “para qué”. Y en esa rendición íntima, doméstica, ocurre el milagro al revés: la democracia, sin sangre ni golpes, empieza a parecerse a otra cosa.

No se impone. Se deja caer.