Entre finales del siglo XIX y comienzos XX, cuando las potencias cobraban deudas con cañoneras y los tribunales eran extensiones del poder imperial, Argentina se atrevió a decir que no. Desde este confín del sur, surgieron dos doctrinas que pusieron en jaque el orden jurídico de la época. No fueron gestos aislados ni retóricos: fueron intentos sólidos de establecer límites al abuso del poder y marcaron para siempre el derecho internacional público.
Una de ellas fue la Doctrina Calvo. Nace en 1868 de la pluma del jurista argentino Carlos Calvo. No era una ocurrencia académica, sino que respondía a una práctica constante de las potencias europeas y Estados Unidos, que intervenían -militar o diplomáticamente- cada vez que sus ciudadanos tenían un conflicto con los gobiernos latinoamericanos. Entonces Calvo propuso lo elemental: que los extranjeros no tengan más derechos que los nacionales, y que sus litigios se resuelvan en la jurisdicción local del país donde invierten.
Esta doctrina fue revolucionaria para su tiempo. Planteaba una igualdad jurídica entre Estados que el sistema internacional negaba en los hechos. Fue la forma legal de frenar el intervencionismo económico disfrazado de protección diplomática. Por décadas, América Latina la adoptó como escudo frente a las presiones externas. Era el derecho como barrera, no como vector de sometimiento.

Unos años después, en 1902, Argentina volvió a levantar la voz. Esta vez fue el canciller Luis María Drago, quien enfrentó otra forma de abuso: el uso de la fuerza para cobrar deudas. Sacudida por las secuelas de una sangrienta guerra interna y una severa crisis fiscal, Venezuela declaró la suspensión de pagos de su deuda externa. Entonces Alemania, Inglaterra e Italia le exigieron el pago inmediato de deudas. Y también, bloquearon y bombardearon sus puertos y buques.
Entonces, Drago envió una nota al secretario de Estado norteamericano. Allí afirmó, sin rodeos, que “la deuda pública no puede dar lugar al uso de la fuerza armada”. La conocida Doctrina Drago sentó así un principio inédito: los Estados no deben ser violentados ni extorsionados para cumplir obligaciones financieras.
Ambas doctrinas nacieron en un contexto donde los países latinoamericanos eran tratados como repúblicas menores, administradas a distancia por intereses económicos europeos. Argentina, con una visión sorprendentemente adelantada, elaboró una teoría jurídica de la soberanía cuando el mundo todavía entendía la política exterior como despliegue militar.

Un siglo después, el mapa cambió, pero la lógica persiste. Ya no hay tropas ni ultimátums, sino tribunales, fondos de inversión (buitres) y estatutos corporativos. Lo que antes se resolvía con fuerza, hoy se decide en despachos alfombrados. El sistema financiero internacional ha sofisticado sus métodos, pero mantiene el mismo objetivo de garantizar que ningún Estado interfiera con la rentabilidad del capital.
En este escenario operan los llamados fondos buitres. El eufemismo resulta casi elegante. Son organizaciones diseñadas para comprar activos depreciados en contextos de crisis –acciones, bonos, deuda en default– y litigar agresivamente para obtener retornos exorbitantes. No financian el desarrollo, no crean empleo, no producen energía ni alimentos. Su único negocio es convertir la fragilidad de los Estados en rentabilidad judicial.
Estos actores no son marginales, son parte del engranaje que domina la economía global. Operan desde guaridas fiscales, blindados por cláusulas legales escritas a su medida, con acceso a los tribunales del Norte donde los Estados del Sur comparecen sin red. El caso YPF es apenas uno de sus movimientos, brillante por su estrategia, brutal por sus consecuencias.

En el juicio a YPF, la jueza Loretta Preska del tribunal del Distrito Sur de Nueva York condenó a la Argentina a pagar más de 16 mil millones de dólares. No por la expropiación en sí -que reconoció como un acto soberano-, sino por no haber lanzado una oferta pública de adquisición (OPA) a los accionistas minoritarios, como lo exigía el estatuto de la empresa.
El núcleo del fallo es conceptual: Argentina argumentó que sus decisiones eran soberanas y, por tanto, no justiciables por tribunales extranjeros. Pero la jueza consideró que el incumplimiento del estatuto debía ser tratado como un acto comercial y, por ende, sujeto a jurisdicción estadounidense. Así, el derecho corporativo terminó subordinando el derecho público. El Estado está siendo juzgado como si fuera una empresa más, no como un sujeto soberano.
La asimetría es obscena. El fondo Burford Capital compró los derechos del juicio por 18 millones de dólares. Hoy exige más de 16.000 millones. Lo que en el mundo real sería estafa o usura, en el mundo legal es una “estrategia de inversión”. Y lo más alarmante es que no se trata de una excepción. Es un modelo de negocios.

La intervención del Departamento de Justicia de Estados Unidos a favor de Argentina -primero bajo Biden y ahora bajo Trump- sorprendió a muchos. El gobierno norteamericano se presentó como “amicus curiae” para recordar que los bienes soberanos de los Estados gozan de inmunidad y que embargar acciones de una empresa estatal sienta un precedente peligroso para todos, incluso para Estados Unidos.
¿Una muestra de empatía jurídica? No. Una defensa del sistema. Lo que Estados Unidos teme no es que Argentina pierda, sino que otros países, mañana, hagan lo mismo con activos estadounidenses. La doctrina de la reciprocidad no se basa en principios morales, sino en prevención de daños colaterales.

Los fondos buitre no son desviaciones del sistema. Son productos legítimos de una legalidad diseñada para proteger el flujo libre del capital, incluso a costa del principio de autonomía política de los Estados. El caso YPF ilustra cómo un Estado puede ser convertido en un deudor estructural por haber intentado recuperar el control de sus recursos estratégicos. El castigo no es solo económico, es ejemplarizante.
Estas son épocas donde el capital no necesita tanques; tiene abogados. No ocupa territorios; embarga acciones. No da golpes de Estado; da sentencias. No necesita imponer condiciones con amenazas, porque ya escribió las reglas del juego. Y si a este sistema se lo llama “legalidad”, entonces la ley ya no es un límite al poder, sino la forma más elegante que encontró para no tener límites.