Las hojas son gigantes, verdes, rasposas, prehistóricas. Una flor amarilla surge desde abajo. En la base, unidas a los troncos más robustos, unas pelotas achatadas, de un verde distinto, mucho más intenso y lustroso: los zapallitos. Entre planta y planta, en la hilera del primer invernadero de la huerta comunal de Máximo Paz, un tomate no planificado. Aún le falta para dar frutos pero es una doble evidencia. Uno: la producción anterior dejó sus semillas. Dos: no hubo aplicación de agroquímicos contra malezas entre cultivos. Al costado, llama la atención una lavanda solitaria que sugiere algo inconcluso.
La huerta en realidad son tres. La primera nació en este predio al norte del ejido urbano, donde también funciona una fábrica de conservas de la cooperativa “Pueblo Verde”. Le suman valor agregado a las verduras y frutas que producen y también reciben insumos de otras fuentes.
El segundo lote frutihortícola se sumó al este del pueblo y el tercero, el más nuevo y ambicioso, se ve desde la ruta 90 en el acceso. Son siete hectáreas que incluyen dos invernaderos inteligentes que regulan la temperatura y la humedad, una futura planta de biogás y un Centro de Semillas Nativas.
El despliegue es inédito, mucho más para una localidad de cuatro mil habitantes que se sale de toda lógica para la zona donde está: la pampa sojera del sur de Santa Fe. El presidente comunal de Máximo Paz, Darío Baiocco, es además el titular de la cooperativa con 20 trabajadores. Puestos de empleo que hace tres años no existían.
Aunque adhieren a los principios de la agroecología, es más un camino que un fin en sí mismo. “Abastecemos una gran zona del departamento Constitución y apoyamos a los trabajadores. Porque el proyecto es para generar mano de obra local y ver cómo bajamos el costo de los alimentos de calidad y sanos en la región”, resume Baiocco.
El crecimiento fue vertiginoso en estos años pero desde diciembre pasado, con el cambio de gobierno nacional y sobre todo con la concepción de retirar al Estado de ese tipo de emprendimientos, el desafío fue doble: ¿cómo hacer sustentable un modelo alternativo?
Periurbano en disputa
Máximo Paz está entre el taco y la suela de la bota que dibujan los límites provinciales. Desde Rosario, la hora y pico de viaje en auto, unos 80 kilómetros al sur, es una ele que baja por la ruta 18 y dobla por la 90. El acceso al pueblo cumple con el estereotipo de la región: una estación de servicio, campos alrededor y dos letreros corpóreos, uno de colores y otro con un centenario pasado (1890-1990).
Esas letras robustas son la ostentación de un volumen del que carece. Desde la avenida principal, 25 de Mayo, se abren un par de cuadras a cada lado. La parte más ancha está en el centro del ejido: casi un kilómetro. En el núcleo, la plaza Sarmiento y el edificio de la comuna, donde Baiocco tiene su oficina y una pizarra negra avisa con tiza las fechas de vencimiento de la “Tasa por hectárea”.
En otra pared, el escudo: un viejo colono con su arado de madera tirado por dos bueyes bajo un sol pleno. Acá nació la rebelión chacarera conocida como Grito de Alcorta, por el pueblo vecino. Y acá anida, un siglo y pico más tarde, un proyecto disruptivo. Un hueco en la alfombra homogénea de la pampa húmeda. Una amenaza para el tejido apretado de cultivos extensivos y uso creciente de agroquímicos.
Todo empezó por una pelea. En realidad, varias que engloban una sola: los habitantes del límite de la comuna con los aplicadores de los campos linderos. Hubo denuncias contra los dueños de los lotes y los responsables de arrojar tóxicos sobre casas, clubes o centros de salud. Alguno intentó resolver el problema con sus propias armas, en el sentido más estricto de la expresión. Baiocco asumió en 2019 con el objetivo de ordenar el conflicto.
Hombre criado a campo, peronista, frontal y hacedor, propuso (la palabra también podría ser impuso) una ordenanza de fitosanitarios. Desde 2020, no se pueden usar químicos de ningún tipo a 50 metros de los límites del pueblo (alcanzó a unos 15 productores y casi 100 hectáreas). Y cualquier lote que esté hasta mil metros de distancia debe someterse a un control absoluto de las aplicaciones. Ese monitoreo se resume bajo el concepto de “buenas prácticas”: contar con una receta de un ingeniero agrónomo, fijar fechas y horarios, tener en cuenta el viento y otras condiciones.
“El tema no es solo prohibir, el tema es después, cuando decís, bien, ¿y ahora qué hacen ahí porque la mayoría son dueños de 10, 15 ó 20 hectáreas y no pueden no producir?”, dice el jefe comunal mientras maneja la camioneta para ir desde el “centro” a uno de los tres puntos con cultivos agroecológicos. De una banquina asoman pequeños árboles, de no más de un par de años, los señala y explica: “Antes no había nada acá por las fumigaciones”.
Con la ordenanza nació el desafío de buscar alternativas en los terrenos periurbanos (alrededores de una población). Para ofrecer algo más que una condena a esos agricultores, Baiocco enlazó a la comuna con la nueva cooperativa de trabajo, gestionó apoyos en los Estados y en la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
Investigación científica
Guillermo Montero, ingeniero agrónomo, investigador y secretario general de la UNR, viajó a Máximo Paz en medio de la pandemia. Le dijeron que había una oportunidad de sumarse a un proyecto agroecológico. Llegó sin conocer y se bajó del auto frente a un predio donde un hombre trabajaba con un carpidor contra malezas.
“El hombre era Baiocco y eso ya me impresionó para bien: había un jefe comunal dispuesto a poner el cuerpo. Hay muchas experiencias pero a nosotros nos pareció importante sumar una investigación científica que dé sustento al proyecto”, recuerda.
La cooperativa “Pueblo Verde” está en realidad en una transición hacia la agroecología: “Es un camino que pretende lograr una menor dependencia de insumos externos para llegar a una producción saludable pero eso está en crisis y sin recursos desde el Estado. Todavía no pudieron generar una biodiversidad que controle las plagas, por eso pueden tener problemas en algunos cultivos”.
El magíster en Manejo y Conservación de Recursos Naturales que fue decano de la Facultad de Ciencias Agrarias diagnostica: “Sin una diversidad que estabilice el sistema, que opere como un factor natural de control, las plagas son más frecuentes. Y como ellos generaron puestos de trabajo y hay personas que dependen de la producción, es entendible que hagan alguna aplicación”.
“El objetivo es mostrar a los productores que la agricultura alternativa funciona. A la tierra hay que cuidarla mucho pero tiene que ser productiva sino nadie adapta estas prácticas. Además, nuestras producciones no pueden ser más caras porque sino hacemos alimentos saludables solo para los ricos y esa no es la idea”, define Montero.
Al margen de esa transición, el proyecto sumó capas. Lanzaron el Centro de Investigación, Desarrollo y Transferencia para la Agroecología (Cidta).
Lograron trasladar los tanques para montar una planta de biogás. Esa estructura se alimenta con materia orgánica (desechos de las huertas y residuos urbanos). Los reactores hacen una biodigestión anaeróbica (sin oxígeno) y obtienen gas metano para generación eléctrica. El plan es que los invernaderos inteligentes sean autosustentables (economía circular). Pero la licitación nacional quedó parada.
El lugar incluye además un Centro de Producción de Semillas Nacional (Ceprosena). La sede fue habilitada pero la construcción tampoco dispone de fondos en el presente. “Hoy no tenés una ventana donde meter un proyecto”, contrasta Baiocco.
De la huerta a la fábrica
En octubre de 2021, la cooperativa construyó el primer invernadero de 700 metros cuadrados más un espacio a cielo abierto para verdura de hoja. Se tentaron con frutillas pero fue demasiado atractivo para las plagas y perdieron casi todo.
Mientras experimentaban, entendieron que el agregado de valor era clave. Imaginaron una fábrica en el galpón semiderruido que estaba en ese predio. Consiguieron fondos de un programa de la Secretaría de Agricultura de la Nación en febrero de 2022. Levantaron una sala de elaboración de conservas en eso que era una pared, techo de chapa y piso de tierra.
En octubre de 2022, inauguraron la planta. Capacitaron a las diez trabajadoras (en realidad son nueve mujeres y un hombre, cinco en doble turno). “Más que conservas” es la marca.
Un paso impulsó a otro: necesitaban abastecer esa planta con materia prima. Sumaron dos invernaderos más: uno de 2.500 metros cuadrados en el mismo terreno. Otro de 3.000 metros cuadrados en un segundo predio de una hectárea. Y en mayo de 2023 dieron el mayor salto: siete hectáreas de campo en un tercer lote periurbano, con dos viveros automatizados.
No hay una buena historia de campo sin una sequía, una inundación o una tormenta, y esta no es la excepción. La noche del 15 de enero de 2024, con los dos invernaderos más grandes recién terminados, el secretario de Ambiente, Julián Pasqualini, advirtió que había un alerta meteorológico. Avisó al encargado pero no hubo forma de frenar la tempestad.
“A las 4 de la madrugada pasé y estaba todo bien, media hora más tarde no quedaba nada en pie”, recuerda el jefe comunal. Volvieron a empezar y desde mediados de abril el predio funciona a pleno.
Dos meses después, cuando Rosario3 visita el lugar, las lechugas se abren carnosas en ramilletes y tapizan de verde el espacio cerrado. Afuera, se suceden las líneas con repollos, repollitos de Bruselas, cebollas de verdeo, rúculas, puerros, hinojos, kales, acelgas, remolachas y espinacas. Baiocco se agacha y arranca unos rabanitos listos para cosechar. Los muestra con su mano derecha y asoma el dedo índice cortado por una de las máquinas de la fábrica de conservas, a fines de 2022.
Más atrás, dos pibes hacen un laboreo sobre un surco con pocos días de sembrado. Al costado, el riego se activa. Así, el viejo campo sometido al cultivo tradicional se reinventa y regenera, de a poco, en periurbano.
De aquel primer invernadero hace tres años, hoy cuentan con nueve hectáreas en tres unidades productivas y 9.400 metros cubiertos en total (3.000 automatizados con control de humedad y temperatura).
La resistencia se fija
Los recortes del presidente Javier Milei desmantelaron los programas que fomentaban las agriculturas alternativas como la Dirección de Agroecología, la Agricultura Familiar y el Prohuerta del Inta. La UNR tampoco escapa a esa realidad. Montero dice que imprime detrás de hojas usadas porque no tiene resmas nuevas. Con ese nivel de carencias, hablar de “investigación científica” parece imposible pero el ingeniero agrónomo afirma que “se puede seguir pero debemos ser infinitamente más eficiente porque tenemos todo en contra”.
La Cooperativa "Pueblo Verde" no tiene plata para comprar lavandas, plantas aromáticas benéficas. Entonces, Montero propone las lobularias (las flores que se usan para armar la fecha del día en el Parque Independencia). Son diez veces más baratas y funcionan para invernaderos (su polen atrae a insectos polinizadores y así se alejan del cultivo principal).
El secretario de la UNR salta del caso puntual de Máximo Paz para ensayar soluciones generales. Habla de mezcla de semillas para sembrar diversidad en los bordes de los cultivos. Innovar más que nunca ante la carencia de recursos. Sabe que no es fácil. Si cambiar siempre genera incertidumbres, tocar un sistema extensivo que dejó mucho dinero en algunos sectores no es simple.
“Estamos en la zona núcleo, en un lugar donde nadie quiere cambiar nada. Hay mucha concentración pero no de terratenientes sino de pooles de siembra que alquilan. Seguimos hablando de porcentajes muy bajos de experiencias alternativas en nuestra región”, analiza.
Algunos confunden planteos científicos con bajadas de línea política. “Es algo ecológico lo que está ocurriendo. Los sistemas naturales no son sustentables con estos niveles de aplicación de agroquímicos porque el ambiente genera resistencias y eso está estudiado”, dice y parece que gritara.
El yuyo colorado no solo aprendió a soportar varios herbicidas distintos. Su semilla puede perdurar hasta diez años hasta activarse. Algo similar ocurre con los insectos: “Lo que no ven es que la resistencia se fija. Necesitás cada vez más químicos para lograr el mismo rinde. Gastan fortunas y ya no funciona. Nos convertimos en destructores de un ambiente. Tenemos que producir pero también hay que dejar pampa a nuestros nietos”.
Transición y autosuficiencia
En las primeras temporadas, la comuna debía financiar a la cooperativa y pagar sueldos pero en este 2024 dejó de hacerlo. La producción y las ventas crecieron. De diciembre de 2023 a mayo pasado cosecharon 25 toneladas de tomate, 14 de berenjena, 9,5 de zapallito, 6,5 de calabaza, 2,5 de lechuga (en tres variedades), 1,5 de pepino y una de pimiento y de acelga.
De esos 14 mil kilos de berenjenas, con muy bajo costo, 8.000 se destinaron a conserva y otros 6.000 a venta como verdura. La producción generó ingresos por 6.500.000 de pesos.
La última tanda de tomates, en cambio, estuvo afectada por una plaga. Aunque tratan de evitarlo, tuvieron que hacer una aplicación con químicos contra el pulgón para salvar parte de la cosecha. Rescataron dos toneladas pero esperaban cuatro veces más.
“No es tan fácil producir en agroecología. A campo abierto no tuvimos problemas pero en invernadero, si tenemos que aplicar algún producto químico bajo control para salvar la producción de este gran proyecto, lo hacemos al mínimo”, dice Baiocco. Analizan sumar biopreparados para reemplazar a los fitosanitarios convencionales. El jefe comunal piensa hablar con su par de Zavalla para un acuerdo con la biofábrica de esa localidad.
“Nuestros costos fijos aproximados a junio son de 12 millones de pesos. Eso se cubre en un 60 por ciento con ventas de verdura fresca y pequeño agregado de valor de algunos productos. El 40 por ciento restante, con el fasón, o sea con los trabajos a terceros dentro de la fábrica y las conservas”, detalla Pasqualini, ingeniero químico de 34 años y secretario.
Intermediarios y futuro
Un plantín de lechuga les cuesta 18 pesos. A las semanas de cultivo en invernadero, lo transforman en un planta generosa de 400 gramos que venden por 400 o 500 pesos. La lógica cierra: es rentable, da trabajo y baja el precio. Pero falta un elemento en esa ecuación: los intermediarios.
“Nosotros le decíamos a los verduleros de acá que podían vender el kilo de lechuga a 2.000 pesos y ganar plata pero como en Rosario estaba a 8.000 entonces lo ofrecían a 8.000. Hay una especulación o abuso en los precios que es algo cultural”, piensa Baiocco y cuenta la resolución: “Tuvimos que abrir un punto de venta nosotros para fijar un valor de referencia en el mercado”.
La comercialización se expande en Rosario. Los productos están en el Mercado del Patio, en el puesto del Inta (“Alma rural”) y son proveedores de los comedores universitarios.
A medida que crecen los cultivos y los ingresos, también sube el salario que se reparte entre los integrantes de la cooperativa: jóvenes de 18 años y adultos de 50 y pico que no tenían trabajo (ni muchas chances de conseguirlo por distintos motivos). El ingreso todavía no es mucho (alrededor de 300 mil) pero tiene un fin de inserción social.
El jefe comunal no mide el proceso en términos de cosechas ni de ganancias netas: “Hemos tenido fracasos. No conocíamos la horticultura porque esta es una zona agrícola extensiva: soja, trigo, maíz. Es algo nuevo y para nosotros es un gran éxito porque tenemos muchos trabajadores que se sumaron a la cooperativa”.
“El proyecto –sigue– funciona porque es con la gente adentro. Queremos dignificar la vida de cada uno, que tengan trabajo y que sus hijos sepan de qué se trata. También bajar el costo de los alimentos y que los vecinos paguen un precio justo. Hemos ganado mucho en eso”.
* Este artículo se realizó gracias a la Beca ColaborAcción de investigación periodística 2024 entregada por la Fundación Gabo y Fundación Avina.