Dinámicos, resistentes, ingeniosos: los vendedores ambulantes se reinventan a la velocidad de las crisis. Hubo una era de los alfajores y los chocolates que, de a poco, queda atrás. Como son caros y difíciles de ubicar, muchos huyeron de ese riesgo y se refugiaron en el turrón, más barato y "salidor". Dos hermanas que cocinaron choripán a la parrilla hasta el año pasado, en este 2025 áspero se separaron en dos puestos de torta asada, por la misma lógica. Una familia de dos padres jóvenes, con un nene de 3 años y un bebé de un mes, se aprieta sobre un cantero de avenida para vender bolsas con tomates de segunda mano después de haber cerrado su propia verdulería por la falta de ventas.

Otros hacen de la volatilidad una oportunidad: si el precio de la papa se dispara se corren al limón o a la banana. También están los agentes informales que forman parte de una red de comercio de palta, con un coordinador que consigue la mercadería y hace la logística.

Todos esos hilos componen un tejido diverso, difícil de resumir y esquivo para las estadísticas oficiales. Son los trabajadores que, ante el tobogán de la realidad argentina en la última década, encuentran en las esquinas una chance para sobrevivir. Algunos cayeron de una clase media, otros vienen de familias que siempre se la rebuscaron en la calle y hay quien llegó caminando desde Venezuela. Pero comparten algo: tienen que aprovechar el paréntesis de tiempo que les regala un semáforo en rojo para ofrecer un producto a un cliente fugaz. 

La mayoría de ellos y ellas –muchos adultos mayores que se quedaron sin trabajo o jubilados que cobran la mínima y no les alcanza– negocian con sus proveedores. Analizan la evolución de los costos (la inflación del Indec en marzo fue de 3,7% pero en Alimentos trepó a 5,9%), cuánto invertir para reponer el stock y sus precios finales. Son, en ese punto, empresarios o emprendedores de la emergencia. 

¿Cómo les impacta la devaluación del peso frente al dólar tras la salida parcial del cepo? ¿Trasladan los costos ascendentes aún con el riesgo de vender menos? De sus estrategias depende la “inflación semáforo”.

Turrones, el refugio después de la caída

 

Juan tiene 59 años. Camina con dificultad por el cantero de Avellaneda y Pellegrini. Le molestan los callos del pie izquierdo. Un residuo que le quedó de sus meses como cartonero. El año pasado lo echaron de su trabajo después de 28 años. Repartía cédulas para la Fiscalía de Estado y con los ajustes de personal se quedó en la calle. Prestaba un servicio tercerizado como monotributista y no tuvo indemnización. Dice que tocó fondo, no sabía qué hacer y salió a juntar cartones por zona oeste, donde vive.

–¿Vos sabés lo que es andar todo el día por la calle con una bolsa de 40 kilos? A veces con dos bolsas, 80 kilos, una cosa así.

Cuando dice “así” abre los brazos bien anchos sobre la bicisenda de Pellegrini. De pronto se ríe sorprendido por su pasado reciente: “¡Mirá lo que hacía, lo mal que estaba, qué loco!”. Hasta que un día se despertó en su casa. Se vio todo sucio. Aclara: no sucio él sino manchada la ropa, de revolver la basura. Las manos quemadas, el cuerpo cansado. Pensó en su vida, en la mensajería que llegó a tener, en los cuatro hijos que estudiaron y son profesionales; en esa vida de una clase media que se fue degradando con las malarias sucesivas. Se reprochó así mismo: “¿Qué estoy haciendo? Si yo sé vender”.

El semáforo se pone en rojo. Son las 11.30 y él avanza entre los autos con su promoción.

–Cuatro turrones por mil.

Una mano se asoma desde una ventanilla. Un comprador. Dos vehículos más atrás, otro. 

Alan Monzón/Rosario3

 

Después de cuatro meses de cartonero, se paró en esa esquina como vendedor. Su hermano (colega de rubro) le prestó plata para la inversión inicial: tres cajas con 50 turrones. Hoy gana unos ocho mil pesos por caja. Trata de liquidar tres por jornada. Esa misión le lleva entre cuatro y cinco horas aunque en un día bueno puede agotar el stock en dos. Su condición mejoró: “Ahora por lo menos elijo lo que como, antes era solo fideos, arroz y agua”. 

Juan sabe “algo” de que el gobierno nacional liberó el cepo al dólar y escuchó a un economista que hablaba de una inflación mayor en los próximos meses. Por ahora, el producto no modificó el valor y entonces él no tocó el precio. En general se resiste a hacerlo pero si registra un nuevo incremento, reconoce: “Tendré que aumentar, a cinco por 2.000 pesos”. Sería un 60% más que el valor actual.

Aunque perdió su empleo en 2024, cree que la crisis viene de hace tiempo. No hace mayores distinciones entre gobiernos: “Anduve mucho por las villas y la gente no quiere trabajar. Los gobiernos prefieren a un pueblo ignorante. Yo tengo suerte, vivo solo y en casa propia. Si me hubiese pasado este cimbronazo con mis hijos, no sé qué haría”.

Dos jubilados, activos, en una esquina

 

A una cuadra, por Avellaneda y Montevideo, conviven Carmen, sobre la avenida, y Mario, por la calle en donde los autos van hacia el centro. A los jubilados se les dice pasivos: no es su caso. Ella tiene 63 años y ofrece turrones (ya ajustó a cinco por dos mil pesos). En 2024, se instaló en ese lugar pero se dedicó toda la vida a la venta callejera: dulces, alfajores, chocolates, toallones.

A la pregunta obvia de cómo está la calle, responde seca.

–Jodida.

La caja de 50 turrones Misky se la dejan a 5.500 pesos y la Fulbito, a 5.000. Es más lucrativa esa última marca que, además, le gusta más a sus clientes. Todo suma. Cobra la jubilación mínima y no le alcanza para ella y su nieta, a quien cría desde bebé y tiene 13 años. A una escala menor, replica la misma tensión de los supermercadistas con los proveedores.

–No sé qué va a pasar, yo no voy a aumentar. Si me suben mucho, me paso a los limones porque hay días que no se vende nada.

No sintió tanto la caída del consumo de 2024. Compara y calcula que el golpe fuerte se sintió fuerte el último mes. Vendía entre cuatro y cinco cajas por día y bajó a tres, o menos.

Alan Monzón/Rosario3

 

Para Mario, los limones no son un plan b. Hace cinco años forma parte de su salvavidas cotidiano. Apenas comenzó la pandemia, lo despidieron de una empresa de fletes. Estaba precarizado y el parate lo dejó sin empleo ni indemnización. Tiene 68 y percibe la mínima.  

Cuando se agota el tiempo de Carmen, se enciende la luz roja que habilita su despliegue. Camina por Montevideo, hacia el sur, con tres bolsas de banana en la mano izquierda y dos de limones, en la derecha. Un kilo de la fruta o siete cítricos cuestan lo mismo: 2.000 pesos. Llega, cada día, a las 8.30 y se queda hasta vaciar el cajón (a las 14 o antes).

La flexibilidad es su secreto. Si algo aumenta, privilegia variar la mercadería (tomates, pera, durazno, mandarina) antes que trasladar ese impacto al consumidor. Ya aumentó este año: subió la bolsa de 1.500 pesos a 2.000 (un 33%). Por ahora, no se moverá de ahí.

Mario está con dos vecinos que lo acompañan. Se acerca un joven con una mochila roja y un estuche de cuero negro. Lo abre y les ofrece un artefacto de electricista, de esos para medir la tensión. Le responden que no les interesa. Cuando el vendedor itinerante se va, uno de ellos gesticula con la mano como si se tratara de un ladrón.

–Ese anda en la joda.

Alan Monzón/Rosario3

Torta asada por chori

 

Una parrilla, fuego, brasas debajo de dos masas estiradas y redondas, y un cartel tipo pizarra: “Se vende torta asadas”, con corazones y caritas sonrientes. Jesica llegó a las 7 y ahora es de mediodía en Presidente Perón y Larrea. Hasta diciembre de 2024 tuvo un puesto enfrente con su hermana. Vendían choripanes. Estaba difícil la venta por el precio y por la logística. Este año cambiaron: se dividieron en dos lugares y probaron con un producto que tiene menores costos (se hace solo con harina, grasa, agua y carbón).

Amasa a la noche y asa de día. Ella (33 años, un hijo de 10) se quedó en esa zona, que antes ocupaba su mamá. Su padre ofrece helados en verano o cuando los dolores en el cuerpo se lo permiten.  

Jesica sabe algunas cosas: que se vende más temprano a la mañana que al mediodía. Que la torta asada tiene más salida que el chori. Pero hay otras que ignora: no puede explicar por qué ayer le compraron 30 unidades (a 1.500 pesos cada una) y hoy apenas diez. Misterios de la calle. Tampoco conoce que puede acceder a dólares por la última medida del presidente Javier Milei.

–¿Alguna vez compraste dólares?

–No, nunca.

–Si suben los precios de la harina y la grasa, ¿vas a aumentar?

–No sé, pero sube todo, estos dos años fueron malos. Igual la gente no se queja.

Ella tampoco. O se queja en silencio. El domingo pasado fue a votar. En blanco, como siempre. Nadie le genera confianza. Ni siquiera el discurso anti política de Milei: “Son todos cagadores”. El movimiento de indignados y descreídos gana terreno entre los trabajadores informales.

Alan Monzón/Rosario3

Las paltas del venezolano que llegó caminando

 

En las calles de Bucaramanga, Colombia, es fácil hacer dinero con la “naranjada”. Los taxistas y choferes de colectivos se paran y piden un vaso repleto de ese jugo de naranja con hielo para refrescarse. Jorge Luis tenía que estar atento con la jarra y servía en los semáforos. Ahora, en cambio, en Pellegrini y Provincias Unidas tiene que ir y venir con sus bolsas de paltas para sacar algunos pesos.

El joven de 26 años salió de Venezuela cuando tenía 17. Cruzó la marea humana que atraviesa el puente Simón Bolívar hacia Cúcuta, en Colombia. Estuvo hasta los 23 en ese país. Trabajaba y enviaba dinero a sus padres que se quedaron en Mérida. Ellos fallecieron y él se quedó solo del otro lado de la frontera. Tomó malas decisiones. “Digamos que perdí el horizonte”, se limita a contar. 

Hace tres años volvió a migrar hacia Montevideo, Uruguay, por tierra. El tránsito por Argentina se le hizo difícil. Fue un fracaso como mochilero. Caminó una semana para atravesar Santiago del Estero. Llegó a Rosario sin poder andar más, repleto de ampollas y cicatrices. Pisaba de costado. Se quedó en la ciudad y ya no se fue.

Empezó a limpiar vidrios en el centro pero la Policía lo corrió varias veces. “Acá no molestan”, dice bien metido en zona oeste.

Alan Monzón/Rosario3

 

Desde abril, ofrece cinco paltas por 3.000 pesos. No tiene experiencia previa como para comparar el nivel de actividad. Sugiere una fuente mejor.

–Hay un pana que es buena gente, un argentino, un man flaquito, chiquitico, más allá. Él me contó de las paltas y hace tiempo que vende. 

Así como existen las redes de chipa, una ruta que nace en la mandioca y que fue narrada en otras ediciones de "Inflación semáforo" por su evolución que superó al dólar blue, también están los grupos que distribuyen aguacate en distintos puntos de Rosario y que tienen un coordinador.

A Jorge Luis solo le dan las bolsas y le marcan en qué esquina tiene que trabajar. De los 3.000 pesos que sale la bolsa, se queda con 800. El resto es para su jefe y proveedor. Coloca unas 15 o 20 y su jornal es de entre 10 mil y 15 mil pesos.

Frente a él, por la mano de Pellegrini que viene de Circunvalación, está Hugo, un chofer de colectivos que invirtió su retiro en yerba misionera (El Hachero y Don Leandro). Se contactó con los productores y es el distribuidor oficial en Rosario. No trató de comercializar en supermercados. Montó su propia exhibidora en la caja de una Ford Ranger y en redes sociales.

Dice que hizo de "un obstáculo, su jubilación magra, una oportunidad”. Le va bien. Su situación social y económica es diferente a sus compañeros de esquina. Igual, a su manera, comparte la dinámica de la calle para sostenerse.

Alan Monzón/Rosario3

Los cherry de la familia en el cantero

 

El espacio es suficiente para sostener a lo ancho el cartel que ofrece en dos líneas: “Tomate cherry 2k $1.500”. Pero es inverosímil para acoger a una familia tipo. Alan tiene 26, es inquieto, hablador, lleno de energía. Kiara, de 22, es más medida, observadora, pide no salir en las fotos. Hace poco más de un mes, el 5 de marzo, parió a Renzo, que ahora duerme en el cochecito que apenas cabe en el cantero central de la avenida Provincias Unidas.

Bauti, de 3 años, se enreda en una silla tipo reposera. Su mamá los cuida a los dos mientras su papá va y viene con las bolsas de tomate perita y cherry. Le pegan un grito. El semáforo está en verde y un hombre en un utilitario se arriesga al no acelerar y quedar clavado en medio de la traza.

–Ehhh, cherry –demanda y estira la mano. 

Alan, ágil, en dos saltos le entrega la bolsa y recibe el dinero. Al rato, pasa el camión barredor que limpia la bicisenda, bien pegado al cordón. La familia se encoge para habitar su territorio minúsculo, menos Renzo que ignora todo sumergido en una siesta.

Alan Monzón/Rosario3

 

La vida puede desordenarse rápido. El año pasado tenían una verdulería cerca de ahí, en Pasco y Guatemala, pero cerraron porque los números no le daban. Ofrecen combos de mercadería por Facebook y llevan a domicilio; no es suficiente. “La otra vez compré papas a tres mil. Las vendí y cuando quise reponer al otro día estaban nueve mil. Así no se puede. Trato de vender barato porque si no, no vendo”, explica ante la imposibilidad de absorber una inflación de 300% en un producto.

Se mueven juntos. Kiara dice que lo acompaña. El nene más grande no va a jardín porque tuvo problemas con otro nene. Se abastecen en el mercado de frutas y verduras. Eligen según el precio y después se instalan en el puesto. Alan jura que siempre se las rebusca con algo.

–Yo no paro. Si no tengo nada, me saco las zapatillas, las vendo acá y me voy descalzo. Hay que salir así a la calle, si no, ni salgo.

Los padres saben que ese cantero no es el lugar ideal para los chicos. Él quiere poner algún tipo de puesto fijo. Por ahora, ahí están, unidos, mitad vendedores y mitad equilibristas sin red. 

Alan Monzón/Rosario3