A veces, la vida empieza con un viaje. No con el primer llanto, ni con el primer paso, sino con el primer colectivo que hay que tomar para salvarla. Desde un pueblo arrasado por el agua, en el sur de Tucumán, Cristina aprendió que el amor de madre no se mide en pañales ni cumpleaños, sino en kilómetros recorridos, noches sin dormir y remedios conseguidos a fuerza de pedir en bares. Así empezó la historia que no quería volver a contar.
En 2014, su hija mayor, María Gabriela, tenía cinco años y una enfermedad cardíaca grave. Viven en La Madrid, sur de Tucumán, una localidad atravesada por la pobreza que, en 2017, sufrió la inundación más devastadora de su historia. Pero antes de que llegara el agua, a Cristina, ya le faltaba casi todo.

manera de pasar el tiempo. Foto: Nicolás Heredia
“Era como cuidar un tesoro”, dice Cristina. “Noche de desvelo, mirando si respiraba, si no respiraba”. Sin recursos, sin avión sanitario, sin atención especializada cerca, viajaba 50 kilómetros tres veces por semana para que la atendieran. A veces, sin tener qué comer con la niña en brazos, golpeando puertas, rogando por un estudio. Cuando por fin le confirmaron el viaje en el avión sanitario, ya era tarde, María Gabriela moría en sus brazos.
“Se reía a carcajadas mirando los juegos”, recuerda. “Me dijo que se le daba vuelta todo, y yo pensé que era una broma. Pero cuando vi su boquita morada, salí corriendo. Grité, pedí ayuda, pero en el camino se me desplomó. Me dijo ‘mamá’, y fue la última vez”. Cristina cuenta la historia con lágrimas, con pausas. No es sólo una historia de pérdida y dolor. Es el origen de su lucha.
En 2016, Cristina volvió a escuchar la misma frase. Esta vez, en boca de un médico: su segunda hija, Valentina, tenía los mismos síntomas que su hermana fallecida. Otra vez el corazón. Otra vez la amenaza de muerte súbita. Otra vez el miedo.
“Me arrodillé. Le pedí al delegado del pueblo que me ayudara para viajar”. La respuesta fue brutal: “Yo no tengo la culpa de que usted haya perdido una hija”. Cristina salió hecha pedazos. Insultó, lloró. Luego vendió su cocina, su heladera, lo poco que tenía. Juntó para el pasaje y se fue. “No me importaba si teníamos para comer o no, sólo me importaba llegar al hospital Garrahan”.

atrás. Foto: Nicolás Heredia
Ese viaje fue el primero de muchos. Valentina tenía ocho años. La atendieron. Le hicieron estudios. Le pusieron un monitor implantable. No era candidata a trasplante, pero sí a cirugías complejas. Hoy ya lleva tres. Y está esperando la cuarta. Tiene quince años y un corazón que vive bajo control constante. “Tengo mucho miedo”, dice su madre. “Muchísimo miedo”. Valentina ama bailar. Pero también le gusta el fútbol. Se recibió de bailarina de danza árabe.
Aunque ahora ya no puede bailar como antes. Su papá murió hace un año y medio. Cristina la acompaña en todo. “Nosotras no nos separamos nunca”, dice. “Sólo ahora, que estoy sola en Buenos Aires esperando que me firmen los papeles para que le den el nuevo aparato”.
Mientras espera, hace videollamadas con la escuela. Busca changas para sobrevivir. Duerme donde puede. Las ayudas no alcanzan. La burocracia avanza más lenta que la enfermedad. “Vendimos todo. Nos quedamos con una cama y una mesita de luz. Pero si tengo que volver a hacerlo, lo haría”.
Cristina dice que el Garrahan le salvó la vida a su hija. Lo repite con convicción, como quien agradece sin deber nada. Porque el Garrahan no es caridad. Es el resultado de un sueño colectivo: construir en el centro del país un hospital capaz de atender a los niños que nacieron lejos de todo, donde la salud todavía es un privilegio. Cada año, miles de familias del interior llegan a ese edificio de ladrillos rojos en Parque Patricios con diagnósticos que en sus provincias no podrían tratar. No hay otro lugar así. Ni en Tucumán, ni en Santiago del Estero, ni en La Rioja. En el Garrahan se hacen trasplantes, estudios de alta complejidad, seguimientos con equipos interdisciplinarios. Se atiende por derecho, no por billetera. Es, quizás, una de las pocas formas reales de federalismo en la Argentina. Pero hoy esa estructura tiembla.

incansable que no deja un día de disfrutar de sus días. Foto: Nicolás Heredia
Desde principios de 2025, el hospital enfrenta una reducción real del presupuesto. Las transferencias del Estado Nacional cayeron un 7,2% en los primeros cinco meses del año. Médicos, técnicos y residentes sostienen el funcionamiento en medio de paros, recortes salariales y falta de insumos. Denuncian que la caída salarial llega al 53%. Y que los salarios ya no alcanzan ni para cubrir la canasta básica. Mientras tanto, Cristina camina de oficina en oficina, buscando una firma que le autorice el nuevo monitor para su hija.
“Hoy llegué y había nuevamente un nuevo paro, y no sé qué hacer. Solo quiero que me ayuden a conseguir el aparato para mi hija”, contó con su rostro cansado, pero con la esperanza a flor de piel.
La escena es brutal en su contradicción: una madre que vendió todo para llegar al único lugar que puede salvar a su hija, y un sistema público que, en lugar de recibirla con fuerza, se sostiene como puede.
Un país que no deje solos a sus hijos
En la Argentina profunda, donde los caminos se vuelven barro y los hospitales están a horas de distancia, las madres y padres saben que hay un lugar al que pueden llegar si todo falla: el Garrahan. No es solo un hospital, es una frontera entre la vida y la muerte que el país, como sociedad, decidió no abandonar. Por eso importa tanto. Por eso duele tanto cuando se lo desfinancia.

antes que le hagan una intervención quirúrgica de alta complejidad. Foto: Nicolás Heredia
Cristina no busca compasión. Busca justicia. Como ella, miles de familias viajan desde los cuatro puntos cardinales con la esperanza de que sus hijos reciban lo que en sus provincias no pueden: una oportunidad. El Garrahan es eso. Una estructura hecha de médicos que trabajan con lo justo, de enfermeras que sostienen turnos eternos, de científicos que investigan sin presupuesto, de trabajadores que eligen quedarse cuando todo les dice que se vayan.
No hay federalismo posible sin un sistema de salud que abrace a los que más lo necesitan. Y no hay salud pública fuerte sin un Estado que cuide a quienes la hacen posible. Reconocer el valor de ese hospital es también reconocer que esos médicos merecen salarios dignos, estabilidad y respeto. Porque el corazón de un país no late solo en sus ciudades grandes. Late en la vida que se salva, aunque haya nacido lejos. Late en el Garrahan, todos los días.