Me paso alcohol diluido en agua por las manos. Me calzo el barbijo, lo ajusto desde atrás, sin tocar la parte que cubre nariz, boca y mentón. Me calzo una máscara de plástico remendada con una gomita. Me aprieta la frente. Se me empaña la visión. Pero estoy abriendo la puerta. Voy al baño y no quiero cruzarme con Flor o con mis chicos. No quiero cruzarme a nadie, por las dudas. Estoy viviendo en una habitación de casa, alejado de mi familia, de los abrazos, los besos y todas las cosas que son el combustible que te hace funcionar.  ¿Desinfecté el último picaporte?

Llevo tan sólo dos días desde que Epidemiología me declaró en auto aislamiento tras la detección de un caso positivo en mi entorno laboral. Soy contacto estrecho: comparto un lugar de trabajo durante más de 15 minutos sin barbijo. Trabajo en radio, necesito que me entiendan productores y sobre todo, compañeros y entrevistados. Era muy difícil que no pasara. Y todo el mundo parece estar tomando conciencia.  Somos cada vez más en el universo amplio de los más de 3500 aislados que tiene Rosario.  De mi grupo de trabajo quedan muy pocos sin aislar. Casi todos los compañeros de equipo formamos un grupo de Whatsapp “Aislados”. 

Ahí vamos reportando síntomas: dolor de cabeza, dolor corporal, fiebre, tos, desarreglos estomacales, ausencia de gusto y olfato.  Empezamos a intercambiar estados de ánimo, stickers de whatsapp, hacemos chistes. Una de nosotros es positiva. Se siente culpable. Nada que ver que sienta eso, nadie se contagia por que quiere. La lluvia golpea las ventanas. La necesidad de lectura del estado de salud del resto está cifrada en una velocidad infinitamente superior a la entrega de datos. Vamos confiando en cosas que nos van pasando. Empezamos a tener un registro más riguroso de lo que el cuerpo siente. Salta otro hisopado. Positivo. Todo el mundo deseándole el bien. Lo vamos a transitar a este momento, lo vamos a transitar juntos. Vuelve la lluvia de stickers, nos recomendamos series de Netflix. 

Todo va a estar bien. Me tomé cuatro termos de mate. ¿Es normal eso? Si, le siento el gusto amargo. La garganta no me pica. Me escribe Silvia, que forma parte del equipo que se desempeña en área de cultura de la Municipalidad. Otrora una de las más activas secretarías.  No hay actividad en ese complejo dado este año de porquería, así que ahora “reinventaron” su función y me contacta para un seguimiento de sintomatología, a pedido del Área de Epidemiología de la Secretaría de Salud, que dirigen respectivamente Analía Chumpitaz y Leonardo Caruana. Silvia, que trabaja bajo la órbita del doctor Adrián Rasconi. Le tocó el grupo de Radio Dos. Flor de grupo le tocó, pienso. Todo lo que le contemos será parte de una carpeta de seguimiento. Silvia es súper profesional y cálida. Está muy bien que hayan puesto personas así en una tarea tan sensible.   

Estoy encerrado, lo sé. De hecho, empiezo a pensar en que el leve dolor de cintura puede tener que ver con levantarme y pararme cada tanto. Cero relación con la movilidad y visitas al gimnasio, que no quiere volver a cerrar a las 19.00. Trabajé en forma remota para A Diario y para De 12a14. Un zoom para En Foco. Me paré y caminé varios pasos. Leí mensajes de mis compañeros, todos recontra buena onda. Tras una puerta ventana del cuarto, hay un brevísimo balcón cerrado.  La lluvia no me dejó entrenar ahí. No es ideal, pero es seguro que nadie va. Es seguro en todo sentido. 

Está cerrado hasta arriba por mis hijos. Ahora, a la seguridad de ellos debo garantizarla adentro. En dos días internalizaron nuestras instrucciones: ahora si se sorprenden al verme, colocan sus manos adelante en señal de pare, mientras con un respingo saltan hacia atrás, como tras encontrar al Minotauro. Es sorprendente que se hayan acostumbrado tan rápido a mantenerse lejos mío. Antes de dormir, me tiran un beso con la puerta abierta.

“Cómo hiciste en todo este tiempo para mantener la compostura?” le pregunto a Luciano, uno de mis mejores amigos de la infancia. Vive en Capital, hoy CABA. Intento tirar vía WhatsApp esos mensajes en la botella capaces de acercarte una respuesta, un dato alentador. “Esta pandemia puso a prueba nuestras capacidades creativas, imaginativas, manuales…Qué decirte. Nosotros que vivimos en departamento nos cansamos. Me cansé de pintar, puse plantas de interior para regalas, hice mandalas, recorté cartulina con los chicos, decoré el interior. La mantequera ya me hace juego con la puerta de la alacena, qué se yo”, me cuenta. “Mi lista de Spotify fue variando de música de los 80s a podcast para aprender. Mantras, podcast de meditación, mindfullness (corriente de meditación muy popular hoy). Abandoné la cocina, me harté de probar recetas. No cocinamos más cosas de dos horas. Perdí los límites con la tecnología. El más chiquito juega Roblox con los amigos y me mira mal cuando hago ruido al lado, como diciendo que no haga papelones que sus amigos están escuchando. Siento que es un adolescente, tiene 6 años”, me tira. Mierda, y yo que pensé que acá la estábamos pasando mal, me digo. 

Claro, porque en este momento todo se reduce a pensar en actividades de corto plazo. No pensar o intentar no pensar lleva a enfocarse en cosas pequeñas.  Si hay que bajar la escaleras, no tocar el pasamanos. Tener siempre una solución de alcohol en el bolsillo. Le di de comer a los animales? Pasé alcohol al picaporte cuando cerré? Dejé los zapatos fuera? ¿Cómo hago para enseñarle a Theo a usar el centímetro para el zoom de mañana con una puerta cerrada entre los dos? Y si me voy al patio? ¿Toqué la mesada? ¿Cómo me siento ahora? 36.2 otra vez. Cero síntomas, van cinco días tras el último contacto. Bien, qué se yo. ¿Seré asintomático?  “Chicos, por las dudas, lejos. Vamos, dejen un espacio bien grande así pasa papá”. . 

Bueno, series. El libro de Javier Marías que me prestó (Miguel)Tessandori, o el de Martín Caparrós. Me va ganando en el intercambio: él ya leyó los que le presté yo. Se siente como en aquellos primeros vuelos en avión, cuando ponías una película para no pensar en las turbulencias o pozos de aire que de seguro vendrían. Ahora es distraerse para no esperar a que lleguen síntomas. Ataco películas de época en Netflix. Qué grande la vida de Winston Churchill. La flexibilidad de habilitarle al vizconde Halifax que negocie con Mussolini ante la imagen e la debacle de la Luftwaffe surcando los cielos londinenses, mientras por teléfono le pide a un heroico almirante que traiga a todos los soldados que pueda de Dunkerke en barcos civiles. Que genialidad que en su hora más oscura haya tenido la ocurrencia de tomar el metro y preguntarle a gente de a pie qué debía hacer: negociar con Hitler o resistir. 

¿Y los nuestros? ¿Decidieron bien los pasos? ¿Fue acertada la movilización de hastío y desesperación de los gastronómicos el sábado a la tarde-noche? No se expusieron a una probabilidad mayor de contagio? Como en “La Hora Más Oscura”, se trata de elegir entre dos opciones aterradoras. Nadie tiene la respuesta, sólo la necesidad alza su voz. Orfandad casi total de liderazgo. Desesperación. 

La única salida posible: varias estrategias en la mano. Escuchar. Poner la cara, pensar en dos o tres movidas, como un ajedrez. Pedir, insistir una y otra vez, como un mantra invencible, todo lo que hay que respetar en materia de protocolos, una palabra que de tanto repetirla va perdiendo su sentido. Reaccionemos. Que no pase. Cerrar del todo ya no se puede, el hambre ya amenaza con más énfasis. No hay confianza en que esto mejore. Los restoranes se van a declarar en rebeldía. ¿Hay fuerza capaz de obligar a cerrar? ¿A poner en un aprieto más grande a quien a duras penas sobrevivió? Que ganas de que esto no pase. 

Me despierto, abro los ojos. Bocanada de aire ingresa en parámetros normales. El colchón es de Theo, me quedan afuera los pies. Las mantas también son cortas. Esta noche, pijama o no sabré si es gripe o gripezinha. Mi mamá, bien. Eso me calma. Me pongo la máscara. Me la saco. Olvidé el barbijo. Volveré a armar esta escafandra y saldré armado con mi botella de alcohol. Los chicos, bien. No puedo besar a nadie, ni a mi esposa, para las buenas noches. Pero tengo entre ceja y ceja volver a levantarme mañana. Habrá pasado un día más en la vida de todos nosotros. Ya faltará menos.