Decir que la tecnología simplificó nuestra vida diaria enormemente en comparación a tan solo unos años atrás no es ninguna revelación, y cualquiera que tenga un dispositivo tan común como un smartphone puede asegurarlo. Una tarea simple como pagar impuestos, expensas o hacer una transferencia requería trasladarse físicamente y perder valiosos minutos haciendo colas, mientras que hoy bastan un par de clics para resolverlo desde la comodidad de un sillón o incluso mientras viajamos en colectivo.

Lo mismo ocurre con otras tareas cotidianas, como pedir comida, comprar ropa, sacar un turno médico o incluso renovar el DNI, todas cosas que podemos resolver de manera digital y muchas veces en menos de cinco minutos. Incorporamos con tanta naturalidad el progreso tecnológico al día a día que, a veces, ni siquiera notamos cuánto cambió nuestra forma de vivir. Pensar que, hace apenas poco más de una década, todos recordábamos de memoria una buena cantidad de números de teléfono de amigos y familiares, en épocas de llamar a la casa y, si no estaba, dejar el mensaje. Hoy, eso suena tan lejano como mandar una carta.

Ahora, cuando gran parte de las comunicaciones se resuelve mediante WhatsApp, la mayoría de las personas apenas puede acordarse de su propio número y, con suerte, alguno más; ya que el celular se encarga de almacenarlos y recordarlos por nosotros. Y del mismo modo en que relegamos la memorización de teléfonos, también dejamos de conservar en nuestra mente información que resolvemos con una búsqueda rápida en la web, como el nombre de un actor, una fecha histórica o incluso un cálculo matemático simple. 

Con cada acción que delegamos en una pantalla, hay una función mental que usamos un poco menos. Así como un músculo que no se ejercita pierde fuerza, nuestro cerebro también se desentrena en ciertas habilidades que apenas unos siglos atrás hubieran significado la diferencia entre la vida y la muerte. 

Con cada acción que delegamos en una pantalla, hay una función mental que usamos un poco menos.

Una de ellas es el sentido de la orientación espacial, que depende del hipocampo, y como una especie de GPS en nuestro cerebro, nos permite crear mapas mentales del entorno y recordar cómo volver a casa desde un lugar desconocido sin mirar el celular. Pero al apoyarnos sistemáticamente en Waze o Google Maps, el hipocampo trabaja menos, tal como lo demuestran estudios que vinculan el uso frecuente de asistentes de navegación con una reducción del volumen de esta región del cerebro.

Pero no solo estamos tercerizando la orientación en aplicaciones móviles, sino también la memoria, la atención y hasta la capacidad de procesar y elaborar ideas propias. Herramientas como ChatGPT ya forman parte del aula, y si bien pueden ser un recurso valioso, también corren el riesgo de convertirse en atajos mentales que nos alejan del esfuerzo de pensar.

Carina Cabo, doctora y profesora en Ciencias de la Educación, lo advierte ante la consulta de Rosario3: “Se nota cuando un alumno usa IA porque no es su lenguaje genuino, se ve claramente que no es su forma de hablar. Además, escriben como si fuera propio y no ponen referencias de autores”. 

“Creo que es necesario hacer un balance entre lo digital y lo analógico, incluso se recomienda escribir a mano -agrega-, ya que se activa la atención plena, se elabora en tiempo real lo que se escucha, se procesa y se transforma en pensamiento. Esto permite tener entendido el tema una vez escrito”. Pero si el alumno solo copia, pega o delega todo en una app, esa conexión entre mente y palabra empieza a debilitarse.

Cada vez más presente en las aulas, ChatGPT puede ser una herramienta valiosa, pero también un atajo que reduce el esfuerzo cognitivo si no se usa con criterio.

Esa desconexión tiene correlato directo en lo que ocurre dentro del cerebro, o al menos, eso es lo que sugiere un estudio reciente realizado por investigadores del MIT, titulado “Your Brain on ChatGPT” ("Tu cerebro en ChatGPT"), que analizó cómo varía la actividad cerebral al escribir un ensayo según el tipo de ayuda disponible. Para eso, dividieron a los participantes en tres grupos: el primero debía redactar sin ningún tipo de asistencia, solo con su propio conocimiento y esfuerzo mental. El segundo podía apoyarse en buscadores como Google, pero sin acceder a herramientas de inteligencia artificial. El tercero, por otra parte, debía utilizar exclusivamente ChatGPT. 

Según un estudio del MIT, usar ChatGPT reduce la actividad cerebral hasta en un 55%.

Durante todo el proceso, los investigadores registraron la actividad cerebral de los participantes mediante electroencefalografía (EEG), lo que les permitió observar con precisión qué áreas del cerebro se activaban en cada caso. Los resultados fueron reveladores, exhibiendo diferencias claras entre los tres grupos. Aquellos que escribieron sin ningún tipo de asistencia demostraron la actividad neuronal más intensa, especialmente en zonas vinculadas al pensamiento estratégico y la memoria activa, al tener que usar sus propios recursos cognitivos para generar ideas, organizar el ensayo y escribirlo.

El grupo que usó buscadores web exhibió una conectividad neuronal intermedia en comparación con los otros dos grupos, equilibrando el esfuerzo cognitivo interno con la facilidad de acceso a la información externa. En cambio, quienes escribieron su ensayo con ayuda de ChatGPT presentaron un nivel de actividad cerebral hasta un 55% más bajo, especialmente en áreas relacionadas con la atención, la concentración y el esfuerzo cognitivo, como si el esfuerzo mental se redujera al mínimo necesario para operar la herramienta.

Escribir a mano activa áreas del cerebro vinculadas con la atención y la memoria.

Pero más allá de los datos duros, lo que ocurre en el aula confirma que algo está cambiando. Para Cabo, especialista en TIC y gestión educativa, ”el uso de ChatGPT y otras IAs ya está instalada en la escuela por parte de los alumnos. Y aunque reconoce su potencial, también advierte sobre los riesgos de un uso superficial o con poco criterio: “Me he sorprendido -confiesa- porque he encontrado tesis de doctorado con más de diez páginas escritas con inteligencia artificial, sin referencia de autores, usándola para facilitar el trabajo y no como una búsqueda más exhaustiva de un tema”.

Lejos de caer en una demonización de la herramienta, Cabo insiste en que el verdadero desafío está en enseñar a usarla bien. “La IA puede ser interesante si la usamos en nuestras clases de manera novedosa, con juegos, con creatividad, con mapas conceptuales que tan fácilmente nos puede ayudar a construir”, afirma. Herramientas como MapiFy, por ejemplo, permiten generar en segundos un cuadro sinóptico sobre la historia de la filosofía, “algo que antes nos llevaba una tarde”. Pero para que esas ventajas se traduzcan en aprendizaje genuino, el rol del docente es fundamental. Según Cabo, “la IA debe ser enseñada para que los estudiantes se hagan preguntas, no para que encuentren respuestas”.

Usar la tecnología de forma inteligente no debería significar pensar menos, sino pensar mejor.

Los autores del estudio del MIT utilizan el término “deuda cognitiva” para describir lo que pasa cuando dejamos que la inteligencia artificial piense por nosotros. Cuanto más delegamos esas funciones, menos activamos las áreas del cerebro responsables del análisis, la memoria y la creatividad. Lamentablemente, esa comodidad tiene un precio, ya que pensamos menos, recordamos peor y, a la larga, cedemos terreno mental.

Tal vez el verdadero peligro no esté en usar inteligencia artificial, sino en dejar de ejercitar la nuestra. La buena noticia es que esa deuda no es permanente. El mismo estudio demuestra que cuando volvemos a escribir sin ayuda, el cerebro recupera su actividad normal. En definitiva, usar la tecnología de forma inteligente no debería significar pensar menos, sino pensar mejor.