Es sábado a la tarde. El primer sol del otoño se deja ver con nitidez en un cielo azul que choca contra el verde de los campos sembrados de soja, regados por una lluvia abundante que cambió el humor de los gringos que en los últimos años se acostumbraron a bajar santos por la seca del Niño. El día es diáfano y luminoso, como si se hubiera empeñado en borrar las evidencias de una tormenta feroz que dos días atrás dejó a casi todos los pueblos que están a la vera de la ruta 33 hechos un desastre. Llegando a Pujato por el este, el primer signo de vida en medio del paisaje bucólico es el cementerio, aunque suene paradójico. Después, los carteles que indican que unos metros más adelante hay un radar impiadoso, que castiga a los que hunden el pie en el acelerador más allá de los 60 kilómetros por hora. Un poquito más adelante, entre arados herrumbrados y gallinas que picotean el cereal caído de los camiones, se levanta el primer cartel que advierte que ese es el pueblo de Lionel Scaloni.
El pasillo de plátanos y paraísos al costado de la ruta, en el ingreso a Pujato, todavía es la escena del crimen de un viento asesino y de una lluvia desaforada, que el jueves por la tarde azotó a la región. Hay cientos de ramas caídas, cables “panzoneados” o directamente cortados, grandes charcos en ambas orillas del camino. El primer semáforo está en intermitente. Hay que doblar hacia la derecha, cruzar las vías y llegar hasta un bulevar con palos borrachos en el cantero central.
-Disculpe. ¿Dónde es la casa de Lionel Scaloni?
-Allá, donde está toda esa gente esperándolo.
En la vereda sur de la avenida, frente a una casa de fachada ochentosa, están estacionados varios vehículos. Hay un auto blanco, dos camionetas y una combi adaptada para personas con discapacidad, que es la que la familia utiliza para el traslado de los padres de Lionel, que ya hace varios años que luchan contra problemas de salud. Sentadas en el cordón, unas quince personas tienen la vista clavada en la puerta de madera de la casa de los Scaloni, esperando que el técnico de la selección argentina más ganador de la historia salga a saludar. En la vereda del chalet que comparte medianera con la familia más famosa del pueblo, los vecinos decidieron clavar un cartel en el césped, con un mensaje extrapolado de la ciudad al pueblo: “No estacionar ni detenerse”.
-Recién llegó. Se fue con la familia a comer a una parrilla de Roldán. A las seis va a salir a saludar.
El comentario de una vecina de la familia es escuchado con atención por todos los que esperan. La mujer dice que sabe porque comparte un grupo de Whatsapp “de la secundaria” con el técnico campeón del mundo. El marido, que está arriba del techo tratando de reparar un caño del tanque de agua, asiente con la cabeza mientras observa todo el movimiento de la cuadra. Pasa un muchacho de camisa mangas largas y hace sonar la insoportable bocina de su moto. Tres mujeres con ropa deportiva hacen un circuito de caminata, ensayando un ejercicio de fin de semana que tiene mucho de observación y filoso parloteo. Una de ellas suelta “a lo mejor ya se volvió a España”. Nadie le prestó atención.
De los nueve pibes que esperan por una foto y un autógrafo, ocho tienen puesta la camiseta número 10 de Messi. El otro tiene la del Dibu. Una mujer que llegó desde Soldini le pregunta de dónde vienen a los integrantes de una familia que esperan tomando mates sentados sobre la compuerta trasera de la Toyota Hilux de color negro. “Somos de Salta”, responde un muchacho de ojos saltones. Se nota que hace rato que esperan porque ya se les hace difícil contener a los chicos, que empiezan a tirarse con las ramitas que quebró la tormenta. La conversación quedó ahí y nadie le preguntó si vinieron especialmente para ver a Leo o si estaban en la zona y aprovecharon para visitar al técnico campeón del mundo y bicampeón de América. Todos los que escucharon se convencieron de la segunda opción, pero fantasearon con la primera.
En eso se escucha el sonido de una llave que destraba una cerradura y una puerta que se abre. Todos giran el cuello para mirar. Sale una mujer y detrás Corina, la hermana de Lionel, que a esa hora de la tarde tiene que ir a atender el negocio de pasteles y tortas que son una maravilla y que el viernes estuvo cerrado porque la tormenta le provocó algunos daños. Salen y al rato vuelve la mujer sola, sin Corina. La espera continúa.
A las 17.59, un Mercedes Benz de color gris le da movimiento a la estática sala de espera y estaciona sobre la mano derecha del bulevard. Un hombre rubio y delgado se baja del auto junto con su hijo, llevando en la mano una bolsa con productos. Cruzan el cantero y en ese preciso instante, se abre la puerta de madera y asoma la figura del pujatense más famoso. El hombre rubio atraviesa el grupo de personas que esperaban a Lionel, se adelanta a todos y se funde en un abrazo con el entrenador. “Ya voy eh, ahora los saludo a todos”, avisa Scaloni, temeroso de que alguien se enoje por la colada de su supuesto amigo. Nada de eso sucede. Todos sonríen, hipnotizados por la figura del hombre que multiplicó las alegrías entre el pueblo argentino.
El señor delgado y rubio habla de ciclismo con Scaloni. Le explica cómo debe mezclar los productos que están en la bolsa que ya sujeta Lionel con su mano izquierda. El hombre del Mercedes le dice que lo espera en la mañana del domingo para “salir a pedalear”. Le dice que no se preocupe por nada, que él le va a preparar la bicicleta y la caramagnola. “Dale, voy para tu casa y de ahí partimos”, cierra la charla Scaloni, haciendo el clásico gesto de chocar una mano con la otra, en señal de viaje largo y despreocupado.
Un hombre mayor pasa conduciendo un Fiat blanco. Cuando lo ve a Lionel en la vereda, despidiéndose del hombre rubio y delgado, detiene la marcha, baja la ventanilla del acompañante y grita: “Leo, acordate que me debés un cordero”. El técnico de la selección ni lo registró. Una chica de anteojos se sonroja y dice: “Hay gente que se cree graciosa haciendo esos chistes, pero quedan como desubicados”. Un muchacho al que le había parecido divertida la broma, mira hacia el piso y patea una piedrita.
El rubio se va por fin y comienza el desfile de saludos, fotos, videos, autógrafos y agradecimientos. Una pareja con un bebé en brazos sale de la casa de los Scaloni para observar el movimiento. Alguien le pregunta a Leo por su papá. “Anda bien. Está adentro, mirando el partido del Real Madrid”, responde el DT del equipo que cuatro días antes le dio un “peludo” histórico al Brasil de Rapinha y Vinicius. La vecina del Whatsapp y el marido que sigue arriba del techo no se pierden detalle.
Eso que Lionel Scaloni hizo este sábado en la puerta de su casa en Pujato, lo hace cada vez que la selección juega en el país y decide pasar unos días en la casa de sus viejos antes de regresar a España, donde vive junto a su esposa y sus hijos. Leo besa, abraza, responde preguntas, le sigue la corriente amablemente a personas que le preguntan si se acuerda de “una vez” que se cruzaron en una estación de servicio o en una panadería.
Se apaga el sábado de sol otoñal. Varias decenas de pibes y pibas vuelven a sus casas atesorando el garabato que Lionel Scaloni traza como firma. El técnico que cambió la energía de la selección se mete de nuevo en la intimidad de la casa familiar. Los veinte metros de vereda vuelven a ser eso: un pedacito más en el pintoresco y lento universo pueblerino. Lo que casi nadie registró, es que ese pequeño espacio habló mucho sobre la forma de ser de quienes lo habitaron. Desde Leo y su amigo rubio y delgado hasta la última mujer que le dijo “gracias por absolutamente todo”.
Pronto Pujato volverá a ser un pueblo sin atractivos para la gran mayoría de la gente. Cuando Scaloni se sube al avión, la fama del pueblo se va con él.