Mongsfeld es una avenida de contrastes entre una Rosario pujante y otra paralizada. Desde avenida Alberdi hasta Francia, a mano izquierda se expande el verde del parque Scalabrini Ortiz con sus juegos para niños, runners, vendedores ambulantes y un fondo de edificios sofisticados que miran al río. Enfrente, en el patio cadenas del Nuevo Central Argentino (NCA), una hilera de vagones desvencijados y roídos hace las veces de casa para un puñado de personas. Escondidas y a la vista de todos.

La dos caras de una misma ciudad en una avenida. (Alan Monzón).

En el corazón de la ciudad, donde actualmente se concentra la mayor inversión inmobiliaria y gastronómica, hay rosarinos que habitan o pasan algunas horas del día en trenes estacionados. Forman parte de un grupo mucho más nutrido de personas que, provenientes de los rincones más empobrecidos de la ciudad donde escasea el trabajo y la comida, deambulan por la zona que abarca el denominado barrio Agote de Rosario, buscando una changuita que les salve el día o algo para rescatar de los contenedores de residuos. Se la rebuscan como pueden, en un trajinar eterno que, necesariamente, los enfrenta con los vecinos asentados.

En medio de una zona pujante de Rosario, la pobreza encuentra un refugio desde hace años. (Alan Monzón).

Los chicos del tren

Martín, Elías y Rafael conviven desde hace 5 años en uno de los furgones que se disponen en una retorcida fila cruzada por restos de comida, jirones de ropa, almohadas quemadas y botellas plásticas desechadas. Desde lejos podría ser un tren, pero de cerca es apenas una docena de vagones enganchados, sin máquina, detenidos y alcanzados por la crudeza del sol y la lluvia. Las carcasas de madera podrida abren puertas para los que no tienen nada, y allí en los vagones que el NCA separa con fines de reparación, algunas personas, incluso familias, encontraron un refugio.

El barro está fresco todavía el lunes al mediodía. Al pasar al otro lado del alambrado caído, que alguna vez cercó el predio del ferrocarril, cada paso marca, fácilmente, una huella. En el primer vagón un colchón desmenuzado, un canasto enclenque y algunas botellas indican la estadía de personas. Más allá, en otro de los furgones, asoma una mano por uno de los agujeros de los laterales. Es Martín, un joven de 20 años que, de acuerdo a lo que contó a Rosario3, habita en el lugar hace 5. Flaco y alto, de modos pausados y sonrisa amplia, se escabulle de su vagón-casa descalzo, arrastrando en sus ropas el deterioro del ambiente.

Uno de los chicos ingresa al vagón donde vive con sus amigos (Alan Monzón).

En este vagón somos tres, somos los más fijos, pero en las otras puntas hay otros chicos y chicas, hombres más grandes también”, precisa acerca de sus vecinos. Enseguida, advierte: “Nosotros cuidamos la zona de que no vengan acá y saquen fierros o quieran robar o se metan. Los sacamos corriendo, no queremos que nos engarronen a nosotros ya nos dijeron que si alguien acá saca un fierro vamos en cana”.

El muchacho calza los brazos a los costados de la cadera. Está por su cuenta desde los 12 años cuando su madre y padre fallecieron. “Me quedé solo y sin nada, pero hace un tiempo estoy con ellos, estamos tranquilos, tomamos mate acá afuera, charlamos, nos visita una amiga y también hablamos con los otros que están en el tren”, explicó sobre la dinámica del lugar.

Los chicos del tren (Alan Monzón)

Ellos son Elías y Rafa, el santiagueño. Al rato surgen del interior del furgón, los ojos chinos al enfrentar la luz del día que escasea adentro. También veinteañeros y en situación de calle desde niños, sonríen con amabilidad, prestos a hablar de sus vidas. La de Elías suena complicada y difícil: “Hace mucho que no veo a mi familia, desde los once estoy en la calle, me faltan dos años para terminar la escuela”, relata y refiere a una malformación que padece. “En un tiempo iba a un refugio frente a la plaza del Che, ahí me ayudaron con el brazo, me dieron talleres de panadería, y podía hablar con una psicóloga, me hacía muy bien, pero no fui más”.

Rafa es callado, distante, pero sonriente, asiente lo que sus compañeros de vagón comentan. “Vivimos juntando latas y cartones con una carreta, después vendemos en la compra-venta de enfrente”, indica Martín, quien aporta que actualmente les pagan unos 150 pesos el kilo de material. “Imagináte que si hacemos 9 mil pesos para nosotros es una fortuna”, aclara y refuerza con los ojos bien abiertos.

Además, de esos "rebusques", “cuidamos autos y buscamos en el volquete la comida”, agregan. La rueda de la sobrevivencia, muchas veces, es empujada por la solidaridad que llega del otro lado de la avenida: “Como la gente de enfrente ve que no hacemos nada malo, muchas veces nos ayudan con alguna moneda”, relatan.

Vivir en un vagón de tren (Alan Monzón).

La estadía en el tren los aleja de los inconvenientes de la intemperie, pero no les evita ningún padecimiento ni preocupación. “No nos mojamos, tenemos colchones y frazadas, ollas para cocinar, yerba y azúcar para el desayuno. Los del ferrocarril nos dicen que no tenemos que estar, pero nos dejan si cuidamos el lugar, si mantenemos limpio y no hacemos fuego, pero es muy duro vivir acá”, plantea Martín, y reconoce: “Vivir en un vagón no es lo mismo que vivir en una casa, es agobiante, no te sentís tranquilo, no sabés si te pueden sacar de un día para el otro”.

Para Elías, su situación, como la de sus amigos, es más favorable que la de otros habitúes del tren. “Nosotros estamos en la calle y nos gustaría salir adelante, pero muchos están peor, tienen familia y necesitan más ayuda. Hay mucha gente grande que no tiene nada”, remarca.

El santiagueño pregunta la hora aunque tiene un reloj en la muñeca. Como en cualquier casa, se interpreta como una invitación a retirarse. Los tres se ríen en las fotos mientras confiesan que aunque se llevan bien, la convivencia es difícil. “Hay que adaptarse al otro porque acá estamos todos en la misma”, tira Elías como una pauta. Ya es mediodía en Rosario, pero el sol no aparece.

La zona alrededor del tren detenido (Alan Monzón).

De los bordes al centro

No existe un relevamiento oficial sobre los residentes o personas que frecuentan los vagones del patio ferroviario, pero desde la Municipalidad de Rosario reconocen que algunos de los que recalan allí son quienes deambulan por el barrio Luis Agote: mujeres con niñitos upa, muchas veces con carros en los que amontonan todo tipo de cosas que recogen a su paso, hombres mayores rodeados de bolsas en los palieres de edificios, adolescentes solos que venden pañuelos, que entran y salen de los negocios o tocan timbre pidiendo "algo para dar".

La  migración de habitantes, desde los confines de la ciudad a la zona central, es cada vez más notable no solo porque son más, sino porque se quedan. Permanecen en esta parte de la urbe porque les ofrece una variedad de alternativas a la pobreza extrema que sufren en sus barrios de origen en un circuito que, según explicó el subsecretario de Abordaje Integral municipal, Gabriel Pereyra, abarca la zona del Hospital Agudo Ávila, Hospital Centenario, alrededores de calle Santa Fe (pasando por la Facultad de Medicina y Odontología, Mercado del Patio y Parque Juan Domingo Perón) llegando a la Terminal de Ómnibus Mariano Moreno, desembocando en los vagones de calle Francia y Güemes, haciendo triangulación con el asentamiento que se encuentra a unos metros.

La zona ferroviaria es uno de los puntos de un circuito de gente sin techo (Alan Monzón).

Para el gobierno local, la crisis socioeconómica nacional repercute con fuerza en Rosario, donde aumentó el número de personas que viven en la calle. En el primer bimestre del año, la Municipalidad intervino en 791 casos de personas en situación de calle. Del total, hubo 60 acciones en febrero, que se desarrollaron solamente en el circuito mencionado. 

 “El motivo tiene múltiples correlatos –explicaron– como la imposibilidad de seguir pagando alquileres de viviendas, problemas de seguridad personal dentro de su barrio de origen, discusiones intrafamiliares, que en muchos casos determinan que el jefe de hogar se retire de su vivienda y el consumo problemático”, y por supuesto, “la oportunidad económica de generar un ingreso en un sector de la ciudad trabajando como cuidacoches, limpiavidrios, vendedores ambulantes y de esquinas, recicladores formales e informales”.

Aunque algunos regresan a sus lugares de pertenencia a dormir,  al igual que los chicos del tren, otros se asientan en algún rincón y despliegan sus escasas posesiones, a fin de preservar de alguna manera sus fuentes de ingreso. Un palier, un acceso despejado, una obra en construcción, un cajero automático o un cantero techado pueden servir de habitación al aire libre. 

Rosario de contrastes (Alan Monzón).

Y, si se consolida una red de trabajo informal, también se despliegan "trayectos o circuitos delictivos que originan situaciones contravencionales o conflictos de índole interpersonal", según relevan desde la Municipalidad. La calle es picante y la estadía tiene su costo y sus propias leyes. Pero, más allá de los delitos que se puedan cometer en el marco de este desplazamiento del margen al centro, la permanencia de estas personas. principalmente durante la noche, durmiendo en palieres de edificios, reparos de viviendas o plazas provoca tensión con los habitantes establecidos, quienes acuden al Estado para denunciar que no pueden acceder libremente a sus propias casas y que deben soportar situaciones desagradables, peleas y olores nauseabundos, según precisan fuentes oficiales.

Tenemos que compatibilizar dos situaciones, por un lado, el aspecto inclusivo que nosotros queremos llevar adelante con esa gente, ya que el fin máximo del proceso de intervención es que la persona, en la medida que quiera, deje de estar en la calle, y es por eso que los operadores de calle los invitan a los refugios, ya que si no generan inconvenientes pueden estar en la vía pública”, explicó y advirtió: “Pero también está el derecho de cada morador a poder salir de su vivienda, que no les tapen un estacionamiento y que su entorno esté limpio”, planteó Pereyra sobre el gran dilema que introduce la crisis socioeconómica y que deja en evidencia que, inevitablemente, la pobreza cuando es extrema, alcanza a todos de alguna u otra manera.