En 2004, el escritor Roberto Fontanarrosa brindó un discurso memorable en el marco del Congreso de la Lengua que se desarrollaba en Rosario. Al cuestionar el concepto de “malas palabras”, el humorista reivindicó su requerimiento en momentos claves, a fin de expresar cabalmente una idea o un sentimiento. “Hay otra palabra que quiero apuntar que creo que es fundamental en el idioma castellano, que es la palabra ‘mierda’ –sostuvo en medio de la risa del auditorio– También es irremplazable.  Y el secreto de la contextura física está en la 'R'. Anoten las docentes, en la 'R'. Porque es mucho más débil cómo lo dicen los cubanos, ‘mielda’. Que suena a chino. Y no solo eso, yo creo que ahí está la base de los problemas que ha tenido la Revolución Cubana, la falta de posibilidad expresiva”, lanzó ante un sonoro aplauso.

Y reclamó: “Lo que yo pido es que atendamos a esta condición terapéutica de las malas palabras (...) Pido una amnistía para la mayoría de ellas, vivamos una Navidad sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar”, concluyó un discurso inolvidable. 

Poner ejemplos de cómo se habla por estos días, en este rincón del mundo, supondría llenar este texto de puntos suspensivos –recurso que Fontanarrosa defenestró en esa intervención mítica–. Si se tratara de una emisión radial o un podcast, habría que plagar de pitidos de censura. Sin embargo, ambos recursos ya no se utilizan tanto: la naturalización de palabras soeces o groserías ha llegado a los medios masivos de comunicación hace rato. Las redes sociales están plagadas de insultos y mucho de eso se derrama al ámbito político. Es como que si el trato informal y distendido, pincelado con términos ordinarios propios de una cultura, se hubiese volcado a la esfera pública. Sin reservas, la puteada está a la orden del día y dejó de ser “cosa de chicos” para atravesar todos los discursos, en mayor o menor medida. 

Un gran “puteador” es el presidente Javier Milei. Además, se desmarca de la tradición protocolar del cargo que ocupa, con palabras hirientes, descalificaciones y un tono agudo de confrontación permanente. El sitio Chequeado contabilizó en febrero pasado más de mil agravios a políticos, periodistas y economistas en 14 meses de gestión a través de términos agraviantes, como por ejemplo,  zurdo de mierda, pedófilo, sorete, excremento, puta o rata. 

“Sin duda estamos ante un incremento de insultos y agresiones. Tenemos un uso del lenguaje de los ámbitos privados que incluyen palabras de tono ofensivo. En el ámbito de lo público, en la historia argentina, las disputas siempre han tenido un tono álgido desde la perspectiva de lo que se dice y a quién va referido. En todo caso, en este momento y después de una confrontación política de un candidato particular que hoy preside nuestro país, efectivamente eso se tornó en un bardeo permanente del otro”, reconoció la docente e investigadora de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) Olga Corna. 

Milei apela a palabrotas en ámbitos públicos y protocolares.

“Lo que en algún momento podía parecer una cuestión chistosa, con ciertas palabras que denominaban o definían situaciones que no podían ser dichas desde otro lugar, hoy han pasado al ámbito de lo cotidiano”, remarcó. Hace algunos años, solo se puteaba en casa e incluso, en el hogar, se reprimía su uso a los niños. Hoy es frecuente que los más chicos apelen a términos insolentes a la par de los adultos. 

“Creo que el fenómeno se da porque somos una sociedad cuyo lenguaje es del implícito y porque en algún momento, en un tono de código o argot de los jóvenes, más que nada, se le  da presencia a ciertas palabras. Ya lo decía Fontanarrosa en el famoso Congreso de la Lengua cuando refería a la importancia de la palabra mierda en algunos contextos y culturas. Efectivamente, se ha producido que lo que estaba en el ámbito de lo privado pasó al ámbito de lo público con una cotidianidad que, en algunos casos por lo menos, asombra”, profundizó. 

Roberto Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua en Rosario (Infobae).

“Ahora no importa desde qué lugar se diga un insulto o la mal llamada mala –sostuvo Corna y aclaró que las malas palabras no existen, sino que se establece un uso de las mismas–Antes había cierto grado de respeto, de grado de cultura o vivencia”, consideró al ahondar en la ruptura de los ámbitos en los que se esperaba hablar de cierta forma. 

Política y medios

Milei no es el único “boca sucia”. El cruce político en redes sociales está plagado de “palabrotas”. La violencia verbal se fortalece más y más y la apelación a términos infames se hace costumbre. 

Para la investigadora, “los contextos políticos se han desmadrado” y manifestó: “Una escucha la notoria ignorancia de quienes están en la función pública con temas, por ejemplo, de la historia argentina, como ser Malvinas o los  desaparecidos, que han generado profundo dolor en la sociedad y son banalizados”.

En concordancia, la también docente de la UNR, Araceli Colombo, apuntó: “El lenguaje evoluciona constantemente, representa a la realidad, construye sentido y transforma el mundo. Estamos viviendo el lenguaje del desagrado, donde las palabras violentas crecen y son el reflejo de la violencia que vivimos en escenarios virtuales y en la calle. La escala de la ofensa no parece tener techo porque la violencia verbal está legitimada desde el poder máximo”.

Para la también productora de Radio 2, muchas veces, la grosería o el insulto aparece “como algo coloquial” con lo cual, se dificulta su apreciación. “Poder diferenciar esos vaivenes es confuso y hasta existe cierto goce en el deseo de destruir al otro como una manera de fortalecer la imagen propia”, sumó.

“Las palabras tienen carga emocional y una publicación en redes puede volverse viral y llevar cualquier comentario a una cuestión pública donde todos participan de manera anónima o no, no importa, lo que importa es quién da el último golpe, si existe un último golpe. Romper el límite de la agresión, crear palabras nuevas porque las viejas no alcanzan para calificar la ofensa, signos, símbolos, un nuevo lenguaje que muestre un escenario como un ring. Peor, para subirse hay que saber jugar” analizó´. 

Las erróneamente denominadas malas palabras se han multiplicado no solamente en el campo de la política, sino que se asentaron también en el terreno mediático, con la utilización de descalificaciones e insolencias de modo frecuente. Corna indicó en este sentido: “No hay ningún programa de televisión, ningún medio de comunicación que no plantee en algún momento un derrape. Los medios de comunicación que en algún momento cuidaban esta cuestión del lenguaje, hoy han abierto la puerta de la banalidad, insisto en esta palabra, con respecto al lenguaje. Un fenómeno no menor es el  caso del streaming, que ha permitido y avalado socialmente esta cuestión”.

Impacto y consecuencias

¿Qué sucede cuando se da rienda suelta a las palabras que aniquilan? ¿Cuáles son las consecuencias del exacerbado uso de términos degradantes? 

“Esta  habitualidad de la conducta  puede llevar a una serie de agresiones que van tomando mayor tamaño y altura y de alguna manera se plantea que el otro no es respetado. Esa violencia verbal generada a través de un cinismo y una ironía mal empleados plantean diferencias e incomodidades que provocan mucha frustración y dolor”, destacó Olga Corna, quien planteó que, contrariamente, “el cuidado de esas referencias habilita una respuesta amable” y posibilita el diálogo. 

“Poder pensar antes de expresar esa mala palabra condiciona diálogos más afables, pero si  desde la institucionalidad la propuesta es el vejamen lingüístico, la respuesta será del mismo modo”, advirtió.

“Cuando los lazos sociales son débiles, la violencia discursiva cobra fuerza y los escenarios virtuales se convierten en los reyes del lugar. Nadie debe sorprenderse que la violencia se traslade a un aula, un colectivo, nuestra casa y la calle. Acaso existe un lugar para la resistencia o esta es la resistencia”, concluyó Colombo.