La mañana amaneció nublada y fría. Era el clima normal para un día de invierno en el litoral argentino. Inés se levantó temprano como todas las mañanas, se puso el uniforme que Knorr Suiza le había entregado hacía algunos meses y se fue a la esquina de la casa a tomarse el 209 rumbo al centro. La joven de 20 años vivía en el pasaje Santos Dumont y trabajaba en La Porteña, el supermercado de calle San Luis entre Sarmiento y Mitre. “Me vestían de paquete de sopa”, recuerda hoy 51 años después.
Esa mañana, los diarios publicaron en tamaño sábana (o tabloide, con letras chicas, llenas de textos enredados, pero indispensables) noticias de un país convulsionado por los episodios de violencia política. Hacía tres días que Héctor Cámpora había renunciado a la presidencia argentina. Con Perón en el país, los acuerdos coincidían en ver al expresidente como el único dirigente capaz de calmar el fuego en las trincheras de entonces.
El Financial Times de Londres había publicado una elogiosa editorial donde aseguraba lo mismo: Perón había llegado al país para pacificar una sangrienta guerra entre los grupos civiles armados. Una locura de aquel tiempo que ni el día más frío podría atemperar: cómo apagar el incendio de las altas temperaturas del bélico debate político.
La “señorita sopa”, así la llamaremos acá a Inés, llegó a su trabajo y se paró junto a un pequeño y modesto stand de la empresa Knorr. Ella, joven y hermosa, promocionaba una nueva lista de productos en ese coqueto supermercado. Intentaba convencer a las señoras del centro que la síntesis concentrada de caldos empaquetados era una alternativa sencilla a hervir y condimentar verduras para las sopas del invierno. “Ganaba muy bien. Era un trabajo temporario, pero ganaba muy bien”, confió medio siglo después.
Mediodía del 16. Sube de regreso al 209 para volver al barrio. Media hora fácil de viaje hasta la esquina de Gutenberg y Zeballos. A llegar a destino se pudo haber cruzado con Ángel Zof, que vivía a la vuelta, o Raúl y la Yoli Sánchez, jóvenes padres de Pablito, un bebito de seis meses por entonces, que 20 años después, según dicen, la rompía en Arroyito y que sus gambetas hacían tan bien como las “flores de Bach” (según graficó en 1995 y con precisión Pedro Marchetta).
Un fogonazo de magia. Una luz de fantasía. En el viaje a casa vio que el pasaje del bondi rosarino susurraba cuando empezó a nevar. Inés estaba en el colectivo, el viejo 209, cuando los primeros copos de nieve rebotaban sobre el parabrisas. “Cuando bajé corrí a casa y me encontré con los chicos del barrio. Alguien se acercó y sacó esa foto, algo que no era usual, pocos tenían cámaras en mi barrio”, me contó Inés esta mañana.
La joven de uniforme de cajita de sopa con sus vecinos del frente: Julito, Roxana, María Emilia y otros dos cuya memoria los perdió con los años.
“Nos sorprendió la nevada. Salieron las viejas a la puerta por los gritos de los chicos. El griterío era por el entusiasmo de ver por primera vez eso”, rememora.
La nevada en Rosario es atesorada con afecto a pesar de las tensiones de ese tiempo. Un momento de alegría por algo inusual. Unos copos de nieve cayendo sobre el empedrado de los barrios rosarinos como disparador de un momento de euforia y fantasía. La vida de ninguno de sus testigos habría cambiado por eso. No fue la nevada tóxica que Oesterheld imaginó en "El Eternauta" en 1957 como crítica política a la llamada “Revolución Libertadora”.
Los Juan Salvo, las Martita, se abrazaron en los barrios de Rosario por nada más que ser testigos de un fenómeno climático extraordinario. En la ciudad portuaria, trabajadora y creativa solo caía nieve real y, claramente, ese detalle aún hoy es inolvidable.
La foto desborda de sonrisas y eso será siempre contagioso: una nevada sorpresiva y con una joven vestida de cajita Knorr Suiza.