La guerra fue, es y será una porquería. Esa verdad universal, probada infinidad de veces, no impide que los conflictos bélicos se sucedan y el horror se naturalice. A pesar de que a lo largo de la historia hubo personas que desde distintos ámbitos pusieron el cuerpo para que la humanidad tomara conciencia de las tragedias que puede desatar el enfrentamiento entre dos ejércitos.
El cirujano y fotógrafo aficionado rosarino Carlos de Sanctis (1897-1957) en noviembre de 1932 viajó a Paraguay con un doble propósito: incorporarse como médico a las tropas de ese país que peleaban contra Bolivia en la guerra del Chaco y realizar una cobertura periodística para el diario La Capital.
De Sanctis volvió a Rosario 61 días después, quemado por la selva y con diez kilos menos. Horrorizado por lo que había visto y vivido. Traía una libreta con sus anotaciones, reflexiones, testimonios y cerca de 200 fotos, además de otros recuerdos de la guerra, que con el tiempo ayudaron a construir un relato de aquel horror. Así, se convirtió en corresponsal de guerra, un pionero en la materia, antes de que Robert Capa retratara la Guerra Civil Española y Lee Miller hiciera lo propio con la Segunda Guerra Mundial.
El material que trajo De Sanctis, que incluye sus notas y mapas que él mismo elaboró, es el núcleo de una muestra sobre la Guerra del Chaco que inaugurará este jueves 29 de mayo el Museo Marc, bajo el título “La guerra es una gran porquería”. La exposición no se limita a eso: incluye textos e infografías que enmarcan el conflicto, obras de artistas contemporáneos de Paraguay y Bolivia que aportan una mirada actual de la cuestión, más otras de artistas rosarinos de la época –entre ellos Antonio Berni– que junto con la producción de intelectuales también pusieron el foco en ese conflicto. Lo vieron como territorio de ensayo de técnicas bélicas modernas que luego se aplicaron en Europa entre 1939 y 1945. Y necesitaban gritarlo.

Todo el museo quedará involucrado en esta muestra, que incluirá intervenciones ad hoc de otros artistas contemporáneos –Laura Códega, Fede Cantini, Maxi Rossini y Michele Siquot–, al punto que ocupará incluso los espacios de la exposición permanente, con una idea clara: que el Marc en su conjunto se convierta en un testimonio contra la guerra, en un alegato por la paz.
"Esta exposición temporaria es la más importante de las últimas décadas en el museo y está basada en su tradicional vocación y misión americanista. Es de escala internacional y el proyecto fue seleccionado por un jurado de prestigio para la Fundación Ama Amoedo, entre alrededor de 2 mil postulaciones”, señala Pablo Montini, director del Marc y curador general de la muestra.
El conflicto
Según explican en un trabajo realizado para esta muestra las historiadoras Gabriela Águila, Laura Luciani y Mariana Ponisio, la guerra del Chaco, que se desarrolló entre julio de 1932 y junio de 1935, fue la más sangrienta del siglo XX en América del Sur. Bolivia movilizó 250 mil soldados y tuvo 52.400 bajas, en aquel momento el 2 por ciento de su población. Paraguay peleó con 140 mil hombres y tuvo 36 mil bajas, el 3,5 por ciento de su población de entonces. Entre las víctimas también hay que contar a los integrantes de los pueblos originarios que habitaban la zona, muchos incorporados a las fuerzas de unos y otros. Miles de muertos, desplazados y las terribles enfermedades que trajo el conflicto armado diezmaron a esas comunidades. La guerra también significó la pérdida paulatina de la diversidad de idiomas nativos.
Argentina se declaró neutral, aunque distintas miradas históricas coinciden en que de manera encubierta ayudó a Paraguay: entre otras cosas, permitió el transporte de material bélico a ese país y bloqueó envíos a Bolivia.
Paraguay finalmente ganó la guerra, en parte porque pudo resolver mejor el aprovisionamiento de agua –una de las mayores causas de muerte de los soldados, que en la desesperación llegaban a beber su propia orina, fue la sed–, y se quedó con el grueso del territorio en disputa: el inhóspito Chaco boreal, una enorme área de más de 300 mil kilómetros cuadrados ubicado al oeste del río Paraguay, al este de la cordillera de los Andes y al norte del río Pilcomayo.

Como toda guerra, la del Chaco tuvo un trasfondo económico y también una necesidad simbólica. Tanto Paraguay como Bolivia venían con su nacionalismo herido por las derrotas sufridas en el siglo XX: el primer país en la Guerra de la Triple Alianza y el segundo en la del Pacífico ante Perú, en la que perdió definitivamente la salida al mar.
Hasta comienzos del siglo XX ni Paraguay ni Bolivia prestaron atención al Chaco boreal, un territorio que quedó en un limbo limítrofe, como otros tras la caída de los virreinatos.
Pero luego empezó a vislumbrarse una potencialidad económica que abrió un tiempo de tensiones diplomáticas.
Del lado de Bolivia, además de la búsqueda de la salida al mar por el río de la Plata pesaron los intereses de empresas petroleras extranjeras, entre ellas la norteamericana Standard Oil, que ya se había instalado en el país y pretendía buscar oro negro en esa zona virgen e inexplorada.

Del lado de Paraguay, influyeron las empresas forestales, ganaderas y tanineras. Eso explica la falsa neutralidad argentina: el 30 por ciento del capital extranjero en ese país provenía de este lado de la frontera. Un ejemplo que rescatan las historiadoras ya citadas es el de la familia rosarina Casado, que participaba de la actividad taninera y controlaba vías férreas que llegaban a la zona en disputa, infraestructura que fue vital para el aprovisionamiento del ejército vencedor.
De Sanctis tenía 34 años, era soltero y sin hijos cuando partió desde el puerto de Rosario, el 16 de noviembre de 1932. Como médico, había fundado la clínica San Martín y podría decirse que le iba muy bien. La guerra no se había declarado aún formalmente, pero los combates ya habían empezado. El más importante había sido por la laguna Pitianuta (así la llamaban los paraguayos) o Chuquisaca (nombre boliviano), un lugar estratégico porque tenía agua todo el año. El triunfo fue paraguayo. Antes de partir, con sus elementos médicos y su cámara de fotos alemana, De Sanctis había conseguido un carné de periodista de La Capital que lo acreditaba como enviado especial. El diario lo despidió con una nota que anticipaba sus crónicas por venir. Esas crónicas las escribió al volver, después de una experiencia que evidentemente fue traumática y transformadora. Pero que a la vez convirtió a De Sanctis en una figura con trascendencia pública. Paraguay le dio la máxima condecoración de su país, la Cruz del Defensor, y le otorgó estatus de cónsul honorario en Argentina. En Rosario fue reconocido como médico, sanitarista e historiador y hasta integró la comisión que promovió la construcción del Monumento a la Bandera. Sin embargo, no fue hasta 1939 cuando decidió, en la soledad de su hogar, confeccionar un conjunto de tres álbumes con fotos, textos, cartas y restos de uniformes, entre otras cosas. Lo movilizó, explica Paulina Scheitlin (también curadora de la muestra), advertir sobre las atrocidades que atraviesan un campo de batalla. Fue justo cuando comenzaba la Segunda Guerra Mundial. Ese trabajo será para él una forma de denunciar “el horror de la guerra, esa gran porquería que aniquila a los seres humanos”. A pesar de eso, solo circularon marginalmente algunas copias de las fotografías entre sobrevivientes del conflicto bélico, familiares y algún que otro historiador. En 1990 la hermana y un sobrino del médico rosarino fallecido en 1957, poco antes de la inauguración del Monumento a la Bandera, donaron todo al Museo Marc. Hasta esta muestra la institución del parque Independencia guardó el material en sus archivos. De allí lo tomó la historiadora Gabriela Dalla-Corte Caballero, que en 2010 publicó un libro sobre la Guerra del Chaco con la crónica fotográfica de Carlos de Sanctis como base. La colección se inicia con una frase que resume el espíritu del trabajo: “Esto es la guerra”. Y trascartón un collage que desde el principio resume que el horror viene sin anestesia. Si hay algo que no falta es realismo. Cuerpos mutilados, restos humanos con órganos a la vista en medio de la naturaleza, cadáveres tomados por las moscas fueron captados por la cámara de De Sanctis de manera cruda e impiadosa. Es su forma de denunciar el infierno de la guerra, el dolor y la depredación que, como escribe Sandra Fernández en el prólogo del libro de Dalla Corte-Caballero, los rosarinos vieron en parte desde sus hogares a través de las publicaciones del diario La Capital. Dice Fernández que De Sanctis, en su rol de corresponsal, “pretende sacudir las conciencias de los lectores, hacer revulsiva la simple enunciación de la guerra. Ingenuamente quizás, De Sanctis hace de sus fotografías y de sus relatos una memoria de la barbarie. Imprime una fuerte carga didáctica a su práctica y obliga a pensar”, a la par del liderazgo de Hitler en Alemania, “en la moral del exterminio, en la política de justificación imponiendo una estética de crudeza y proximidad en algunos momentos asfixiante”. Era tal su deseo de hacer saber del horror, que hasta llegó a pensar que el trabajo fotográfico no alcanzaba. De Sanctis, cuenta Dalla-Corte Caballero, se lamentaba por no poder hacer oír el ruido de la guerra ni aspirar los aromas del Chaco boreal. Porque, decía el médico, a las imágenes de los “heridos destrozados” y los “cadáveres horribles” había que sumarles “el olor nauseabundo, el mosquito que aguijonea y el silbido de las balas, para conseguir una impresión real de un frente de batalla”. Sin embargo, no solo observó lo que deshumaniza. Involuntariamente acaso, también consiguió transmitir algo simple, pero a la vez profundo: el contraste que, como escribe Dalla-Corte Caballero, muestra el sinsentido. Porque ese fue, al fin de cuentas, el viaje de De Sanctis. En este caso sí, voluntariamente. Entonces, en los álbumes está la despedida en Rosario, el trayecto por un río que aún hoy derrocha vida, la llegada a una ciudad, Asunción, donde no hay batallas y en los mediodías reina el silencio. Luego la cámara se detiene en paisajes y personas del camino al frente. A algunas –principalmente de las comunidades originarias– las describe como ajenas a la realidad de la guerra que las amenaza. Recién después de recorrer todo eso llega a esa otra dimensión en la que se está por internar y en la que, finalmente, su ojo hará foco hasta construir una narrativa del espanto. El médico De Sanctis, el corresponsal de guerra, vio los máximos contrastes de la vida. La luz y la peor de las sombras. Y la oscuridad le resultó tan profundamente dolorosa que decidió hacerla visible como aviso, como advertencia. Cuesta pensar en el después de una experiencia así. De Sanctis pudo seguir con su vida, que fue siempre polifacética. En los primeros tiempos siguió vinculado con el gobierno de Paraguay que lo condecoró, retomó la medicina, profundizó sus estudios e investigaciones históricas con foco en Belgrano y San Martín, lo mismo pasó con su vínculo con los caballos al punto que presidió el Club Hípico San Martín, y hasta formó parte de la comisión que promovió la construcción del Monumento a la Bandera. A la vez, recopiló aquello que vio y vivió. Le dio forma. Lo editó. Hasta se lo dedicó a la madre. Habrá sido su forma no solo de exponer; también de volver a mirarse a él mismo en el horrible espejo de la guerra. Con esta muestra, el Museo Marc hace la gran De Sanctis, la reactualiza. El horror debe ser mostrado porque la guerra es una porquería. Lo sigue siendo.Un rosarino en la guerra
“Esto es la guerra”