El retorno de Donald Trump al escenario político estadounidense ha generado un torbellino de reacciones. Por un lado, sus seguidores celebran lo que consideran un renacimiento de la grandeza nacional y estallan de gozo cuando su líder afirma que “La edad de oro de Estados Unidos comienza ahora mismo”. Por otro, sus detractores advierten que su regreso podría significar un retroceso peligroso para la democracia y los valores fundamentales del país. Mientras tanto, el flamante presidente en su discurso de asunción expresó: “El pueblo estadounidense ha hablado”. Y sin dudas, así fue.
El magnate, que asumió por primera vez la presidencia en 2017, en un contexto de polarización extrema, ha perfeccionado a lo largo de los años un estilo de liderazgo marcadamente populista. Esta vez ha expresado que “en los últimos ocho años he sido puesto a prueba y he sido desafiado más que ningún otro presidente en nuestros 250 años de historia. Y, en el camino, he aprendido mucho”. La principal característica de su discurso es la apelación a las emociones y los miedos de sus seguidores. Para ello utiliza un lenguaje directo y cargado de promesas simplistas.
THE GOLDEN AGE OF AMERICA BEGINS RIGHT NOW! pic.twitter.com/PSfDlAFpeO
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) January 25, 2025
Al igual que en su primer mandato, pero esta vez con un tono más marcado, Trump se presenta como el salvador de una nación en ruinas. Ha recordado una vez más que es “el elegido por Dios” y tiene la prueba: el intento de asesinato en un acto de campaña en Pensilvania. El líder aseguró: “Mi vida se salvó por una razón. Dios me salvó para volver a hacer grande a América”. Además, pintó un cuadro apocalíptico –sin reconocer los logros de la administración anterior– donde las instituciones nacionales están al borde del colapso, dejando a millones de ciudadanos vulnerables.
En un mensaje que busca movilizar a aquellos que se sienten marginados o desilusionados con el sistema, el norteamericano ha expresado que “los pilares de nuestra sociedad yacen rotos y aparentemente en completo deterioro”. Y es entonces cuando entra en juego la “batalla cultural” que el gobierno conservador intenta implementar. Esto quedó claro cuando el mandatario confirmó que “a partir de hoy, la política oficial del gobierno de Estados Unidos será que solo hay dos géneros, masculino y femenino”. A lo que siguió la orden de desmantelamiento de las oficinas y los programas federales vinculados a los programas de diversidad, inclusión y derechos LGBTQ+.
La “batalla cultural” que ha emprendido Donald Trump en este segundo mandato se centra en un enfrentamiento ideológico entre los valores tradicionales conservadores y las políticas liberales que él considera una amenaza para Estados Unidos. Aprovechando el resentimiento hacia lo que percibe como una élite progresista que controla los medios, las universidades y las redes sociales, el republicano ha movilizado a su base con promesas de restaurar un orden social que defiende temas como la libertad de expresión, el rechazo a la corrección política y la defensa de valores familiares tradicionales.
El mandatario ha logrado construir una narrativa de "nosotros contra ellos", identificando a la élite política y mediática como los enemigos de un pueblo al que asegura representar. Sin embargo, esta retórica ha implicado enormes contradicciones, como su postura de defender la libertad de expresión mientras ataca a los medios críticos y promueve la censura “en nombre de la libertad”. A través de esta lucha cultural, Trump no solo busca consolidar su poder, sino también deslegitimar a sus oponentes, creando una división constante entre el "pueblo" y una élite que, según él, está imponiendo una visión ajena al verdadero interés de la nación.
Al mismo tiempo que el líder norteamericano promete erradicar lo que considera la “censura gubernamental” y devolver la libertad de expresión, amenaza con retirar licencias a los medios de comunicación que critican su gobierno. A través de este discurso, el republicano juega con la idea de que es el protector de la libertad, mientras actúa para silenciar a aquellos que no comulgan con su visión. En reiteradas veces, él y sus aliados han hablado de intimar judicialmente a los medios de noticias, demandar a los periodistas y a sus fuentes, revocar las licencias de las emisoras, y de eliminar el financiamiento de la radio y televisión públicas.
Una característica clave de Trump es su habilidad para utilizar las redes sociales como vehículos de comunicación directa con el pueblo. Al alejarse de los filtros tradicionales de los medios, el magnate se convierte en el único árbitro de la verdad, manejando la narrativa a su favor. En este sentido, su relación con los gigantes tecnológicos como Elon Musk, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos, quienes han mostrado apoyo a sus políticas, es fundamental. Las plataformas digitales, que en algún momento adoptaron medidas para frenar la desinformación, ahora se alinean con su visión, dejando espacio para que los discursos extremistas y la falsedad florezcan sin restricción.
De hecho, muchos de estos empresarios tecnológicos, como Musk, han consolidado su poder en el mundo digital, y en lugar de moderar el contenido, lo han dejado correr libremente, favoreciendo la divulgación de fake news y narrativas que benefician sus intereses económicos y políticos. Por ejemplo, Mark Zuckerberg a principios de enero puso fin al programa de verificación de datos de Meta sugiriendo que lo hace como un esfuerzo por “restaurar la libertad de expresión” y reducir los errores en la moderación de contenidos.
Dentro de este relato entran también los inmigrantes. Como durante su primer mandato, las políticas anti-migratorias continúan centradas en la demonización de los migrantes y en el endurecimiento de las leyes. De esta manera, el mandatario crea un ambiente de miedo y desconfianza hacia ellos, a menudo presentándolos como una amenaza para la seguridad y el bienestar económico de los estadounidenses. El mandatario ha dicho que lanzará “la mayor redada de la historia” y, a menos de una semana, ya se llevaron a cabo deportaciones en Boston, Chicago y Nueva Jersey. Expertos del gobierno se encargaron de señalar que a partir de ahora ningún inmigrante está a salvo.
El liderazgo populista de Trump también se refleja en su enfoque económico, que se concentra en mantener y ampliar las ganancias de las élites corporativas y tecnológicas. Promete medidas como aranceles a competidores internacionales y una revitalización de los combustibles fósiles, pero estas políticas parecen diseñadas más para beneficiar a los grandes empresarios que para ayudar a las clases más desfavorecidas. De esta forma, perpetúa un modelo de liderazgo que se presenta como "anti-élite", pero que, en la práctica, refuerza el dominio de los sectores más poderosos del país.
La paradoja es clara: Trump se presenta como el defensor de los intereses del pueblo, pero sus políticas, y el tipo de relaciones que forja con las grandes corporaciones, parecen indicar todo lo contrario. La promesa de grandeza que lanzó al comenzar su mandato podría ser solo una fachada para un retroceso enmascarado, donde las libertades individuales se ven recortadas por las alianzas con los magnates tecnológicos y las élites financieras. En lugar de una verdadera revolución política, podría estar gestándose una enorme involución disfrazada de progreso.