El primer ministro Benjamín Netanyahu está corriendo contrarreloj una guerra a costa de miles de ciudadanos -israelíes e iraníes- que modificaron por completo sus quehaceres diarios por los bombardeos: familias que duermen en refugios, ciudades vacías, niños que aprenden a identificar alarmas antiaéreas antes que palabras nuevas. Una población que paga con terror cotidiano, y algunos con su vida, los caprichos de sus líderes.

El ataque “preventivo” contra Irán desnuda una verdad brutal. El mandatario israelí está peleando por su vida. Literalmente. Si no hay guerra, no hay narrativa. Si no hay enemigo externo, no hay escape para un premier cada vez más acorralado, incluso por sus propios socios.

Un dron israelí impactó este sábado contra un edificio de dos plantas en Beit Shean, ciudad en el norte de Israel a unos 60 kilómetros al sur de la ciudad de Tiberíades (EFE).

La ofensiva no es únicamente contra el ayatolá Khamenei ni su programa nuclear. Es contra el aislamiento político de Netanyahu, su debacle interna, su reputación internacional manchada por Gaza y la necesidad de que su gran protector y aliado norteamericano entre en escena. 

La imagen es clara: mientras Teherán arde, Netanyahu sonríe. Su apuesta es riesgosa, pero clásica. ¿Qué hacen líderes como él cuando su sistema comienza a desmoronarse? 

Se encargan de encontrar un enemigo común para aplacar el caos interno. En este caso, Irán es “el mal” que silencia temporalmente la disidencia doméstica. Nada une más a un país dividido que una amenaza compartida. La nación persa -odiada por buena parte del espectro israelí y demonizada internacionalmente- le ofrece eso en bandeja: una causa patriótica que desplaza los problemas puertas adentro.

Así, los tambores de guerra ahogan los cantos de protesta, y los misiles ocupan el lugar de las sentencias judiciales.

En 2015, Netanyahu detestó el inmenso logro de la administración Obama: la firma del acuerdo nuclear con Irán. El famoso Plan de Acción Integral Conjunto (Paic). Pero aplaudió con entusiasmo cuando Trump lo rompió unilateralmente en 2018. ¿Por qué tanto odio a un acuerdo que, en los hechos, frenaba el enriquecimiento de uranio, sometía a Irán a inspecciones internacionales y lo integraba al orden internacional? 

Vista de los destrozos causados por un ataque iraní en Haifa (Israel), este viernes (EFE).

¿Por qué el líder israelí no aceptó un país persa pragmático, dialoguista, conciliador y dispuesto al entendimiento? Porque ese acuerdo desactivaba la bomba pero también el relato: un Irán previsible, moderado y controlado no le sirve.

Si Irán no es una amenaza, Netanyahu se queda sin causa. Sin épica. Sin ese “mal absoluto” que justifica sus acciones y lo posiciona como el único capaz de garantizar la supervivencia del Estado judío. Le saca al villano del guión. Cada intento de diálogo lo deja desnudo ante la opinión pública israelí e internacional, y lo obliga a responder preguntas incómodas: ¿Por qué sigue el bloqueo? ¿Por qué no se puede convivir con un Irán funcional al equilibrio regional?

Entonces, cada vez que las potencias occidentales -o incluso Trump en modo “deal-maker”- insinúan que se puede negociar con Teherán, Netanyahu sabotea. Filtra inteligencia, ataca instalaciones, elimina a científicos. No deja que la paz le arruine la guerra. Porque si hay acuerdo, hay calma. Y la calma lo expone a su verdadero frente de batalla: protestas masivas, causas judiciales, tensiones étnicas, crisis del ejército.

Además, en la lógica perversa que alimenta, él solo puede sobrevivir si Irán no lo hace. Y si el mundo se acerca a un pacto, él se aleja del poder. No es política: es supervivencia.

A esto se suma que Netanyahu ha logrado finalmente un gran éxito. Este sábado pudo arrastrar a Estados Unidos a una guerra que él no puede sostener solo, y que Trump quería evitar. 

Bañistas se refugian en un aparcamiento subterráneo. La arena blanca de la playa de Tel Aviv, usualmente un hervidero, alberga aún estos días bañistas que acuden allí en busca de un poco de "paz", pese al cierre de todas las playas del país (EFE).

El presidente norteamericano confirmó que su país lanzó ataques contra tres instalaciones nucleares en Irán, tras varios días de deliberaciones sobre una posible intervención directa. Con esta decisión, Washington entra de lleno en un conflicto que amenaza con convertirse en una guerra prolongada y explosiva, cuyas consecuencias podrían arrastrar tanto al país como a toda la región por un tiempo imprevisible.

La respuesta iraní no se hizo esperar. La televisión estatal de Teherán transmitió un mensaje directo y amenazante: “Todo ciudadano estadounidense o miembro de sus fuerzas armadas en la región es ahora un blanco legítimo”. Y enviaron un mensaje personal a Trump: “Vos lo comenzaste. Nosotros lo vamos a terminar”.

Lo cierto es que con este involucramiento, el republicano, que construyó su capital político sobre la promesa de terminar con las guerras “interminables” que consumieron a Estados Unidos en el siglo XXI se desvanece. Y ahora suma un problema. Netanyahu necesitaba que lo haga. Lo necesitaba como el oxígeno. Sin Washington, Israel no tenía con qué sostener esta ofensiva por mucho tiempo. Y mucho menos con la opinión internacional mirándolo como el que incendia la casa de al lado para que no miren caer la suya.

Los cuestionamientos al programa nuclear iraní no son más que una trampa narrativa. Porque irónicamente, Israel es el único país de Medio Oriente con armas nucleares reales. Nunca lo admitió oficialmente, nunca permitió inspecciones de la OIEA y nunca firmó el Tratado de No Proliferación. Pero está enfurecidísimo porque Irán enriquece uranio sin haber fabricado nunca una sola bomba atómica.

Vista del sistema de defensa israelí la Cúpula de Hierro interceptando misiles iraníes que caen sobre Tel Aviv, Israel (EFE).

El asunto no es técnico: es político, estratégico y simbólico. La bomba iraní es una amenaza a la hegemonía israelí y a su poder disuasorio. 

Mientras tanto, Irán está en llamas, literal y metafóricamente. Pero el régimen no cae. Se reconfigura, se endurece, y -al igual que Israel- gana apoyo interno frente a los ataques. Incluso opositores históricos del sistema ahora cierran filas bajo la bandera nacional. De todas maneras, a diferencia de su agresor, se muestra dispuesto a negociar. El canciller iraní se ha reunido en Ginebra con algunos homólogos europeos y también hay diálogo en Naciones Unidas.

¿Puede Irán decir que no quiere la bomba mientras la prepara por si acaso? Claro que sí. ¿Lo están haciendo? Nadie lo sabe. Pero después de que Trump rompiera el acuerdo nuclear de Obama, y ahora con las bombas norteamericanas cayendo sobre las instalaciones nucleares de Fordow, Isfahán y Natanz, ¿qué incentivo tiene para confiar en Occidente otra vez?

Como de costumbre, Europa aparece con retraso. Como si los fuegos nucleares pudieran apagarse con comunicados diplomáticos. El presidente Macron advierte, que un cambio de régimen por las armas es una receta para el caos, como ya ocurrió en Irak, Libia y Siria. Todos ejemplos frescos de cómo la intervención extranjera puede destruir sin construir nada después. 

Lo que está en juego no es sólo el programa nuclear de Irán, ni la hegemonía israelí. Es el equilibrio de una región donde una chispa puede incendiar una parte importantísima de la economía global. El estrecho de Ormuz, la respuesta de las milicias proiraníes, el precio del petróleo, la estabilidad de los regímenes árabes. Todo eso tiembla con cada misil. 

Y mientras el mundo entero especula con el “día después”, Netanyahu parece haber tomado una decisión: si su legado político está condenado a arder, que arda todo con él. Y ahora, cuenta con un viejo amigo para echarle nafta al fuego.