Parecía una sombra. Una persona que estaba a su lado y lo seguía por el interior de la comisaría 32° de barrio Godoy. Lucas pasaba delante de un espejo y veía esa silueta extraña. Daba la vuelta, caminaba y otra vez el vidrio le devolvía esa imagen. Lo desorientaba que ese otro se movía por el mismo lugar al mismo tiempo. Se detuvo y miró: se miró. Vio a un Lucas que no reconoció: chupado, demacrado, golpeado, vacío de todo, con 90 kilos menos. Los policías llamaron a su padre. Lo conocían de otros arrestos, por robar en la calle. El hombre que llegó lo redescubrió, una sorpresa hecha de angustia. En ese momento, el espejo fueron los ojos de su papá que reflejaron su caída infinita.
–Nos vamos de acá, te llevo a casa.
Lucas estaba en una fase terminal del consumo que lo mantuvo atrapado durante dos décadas. Empezó a los 11 años con marihuana y alcohol, siguió con cocaína, para aspirar, y el remate fue fumar crack, una mezcla de químicos que ni siquiera es residuo de la coca. Es algo peor (o mejor, según quien lo mire). Un orgasmo que toma el cuerpo y el alma por apenas un par de minutos. Después, el hueco es más grande que antes. La vida se reduce a conseguir otra dosis, cueste lo que cueste. Una carrera hacia la nada.
Lucas no se fue con su papá ese día en la comisaría de la zona oeste de Rosario. Volvió a las calles de Vía Honda, donde se sumergió sin límites en las múltiples formas de la decadencia. Llegó a dejar de comer y dormir.
–No me importaba nada salvo el consumo. Lo único que tenía era mi riñonera con una cuchara, bicarbonato y la pipa. Cuando tenés la droga, necesitás eso para fumarla. Y si no tenés, pedís, pero lo único que no se comparte es la pipa. La pipa es como tu arma personal.
Los límites se diluyen. Se rompen todos los lazos afectivos. Se llega a robar y a engañar a los familiares. Pero ni siquiera ese es el fondo.
No sentir nada
El último cambio en el estilo de consumo, al pasar al fumable con 31 años, aceleró el deterioro. “Empecé a meterme cada vez más. Te atrapa, te lleva a pensar solamente en eso. Es más importante que todo lo que te pueda hacer bien. Lo único que importa es el efecto de esa droga”, afirmó en diálogo con Rosario3 desde el centro de internación de la comunidad Padre Misericordioso que dirige el padre Fabián Belay.
–¿Qué significa “lo único que importa”?
–No sentía nada, ni dolor, ni tristeza. Solamente es la droga, no te importa lo que te pasa a vos, ni las consecuencias. Si tenés que hacer daño a otra persona, si tenés que privarle de algo a tu familia, lo hacés. Estás 24 horas pendiente de eso y llega a sacarte hasta la identidad y la dignidad. Uno termina haciendo cosas que nunca pensaba hacer. Yo no he tenido una vida ordenada, pero tenía prioridades y tenía cosas que no tocaba. Valores de una persona con sus errores, que consumía, con problemas, pero esto te lleva a límites muy oscuros que, gracias a que estoy acá, puedo trabajarlo.
–¿Cómo fue ese último tramo del consumo?
–Los últimos dos años, cuando empecé a fumar, quedé en situación de calle. Al mes de eso, había perdido casi 90 kilos y ahí fue cuando me vi en un espejo de una comisaría por haber caído preso por robo. Me vi y no me reconocí. Perdí hasta el sentido de cómo estaba mi integridad física.
El fondo
Desempleado, en situación de calle, sin contacto con sus familiares y amigos, Lucas se dejó caer. Estaba solo entre muchas soledades. “Vivía con personas, compinches de la calle y del consumo, que le robaban la zapatillas a la hija para venderla y poder consumir, o robaban la mercadería que tenían para comer toda la semana y la vendían por diez minutos de consumo. Y uno también va haciendo esas cosas, robar, hacer algo que podía dañar a una persona”.
–En ese mes final que estabas en Vía Honda, ¿viste chicos pequeños iniciando ese camino?
–Sí. Más que nada porque hay muchas personas que utilizan a los más chicos para conseguir algo y llegar al consumo. Por ejemplo, meterse en lugares pequeños para robar. Pero a los pibes el consumo los deteriora mucho más que a una persona grande porque su cuerpo y su mente están en desarrollo. He visto mucho de eso. No lo hacen tampoco intencionalmente, sino que ven una ventaja. Yo también he consumido con chicos que tenían menos de 10 años.
–¿Cómo fue eso?
–Hay veces que venían chicos que hasta se prostituían en la calle con taxistas, con gente que le daba plata y me decían: "Mirá, hice esto, comprá vos”. Porque a ellos no les vendían. Compraba y consumíamos. Si viene un pibe ahora y me dice eso, yo le diría: "No, loco, vos estás equivocado, no hagas eso". Pero en ese momento mi objetivo era consumir. No me importaba que la otra persona se denigre. También hay chicas que trabajan en la calle y que me daban droga y comida. A veces, te mantienen las pibas de la calle. He visto madres con hijas de menos de 12 años prostituyéndose en la misma esquina. Uno va perdiendo ciertos valores en esas circunstancias.
–¿Y cómo saliste de eso? Porque no fue ese día en la comisaría, ¿seguiste un tiempo más?
–No, ese día volví a Vía Honda y estuve como un año más. Llegó un momento que no quería vivir. Me sentía mal y hacía cosas para que me pasara algo malo. No me quería drogar. Era algo que me gustaba pero que me estaba matando.
–¿Te ponías en riesgo a propósito como una forma de salida?
–Claro, te empezás a identificar como una persona que ya está muerta, que no existe. Pensás: "Si ya estoy muerto, no me importa que me maten en la calle, que me agarre la Policía”. Eso es lo peor que le puede pasar a un adicto: sentir que su vida no vale nada y que a nadie le importa. Uno se ciega en eso. Piensa que la familia no lo quiere, que la sociedad lo deja de lado. A través de la enfermedad uno llega a hacer daño de tal forma, que la gente no lo quiere. Pero no es que no nos quieren a los adictos, no quieren a las personas en la que nos transformamos por el consumo.

La recuperación
Lucas probó varias internaciones que no le funcionaron. Por los métodos, por las personas, por él también. Un día estaba acostado en el piso, algo ido, y se propuso: “Lo voy a intentar una vez más. Y si no, ya está, me abandono y me muero por ahí”.
Recurrió a su mamá. Ella lo ayudó. Fueron juntos a una entrevista con los especialistas de la Agencia de Prevención de Consumo de Drogas y Tratamiento Integral de las Adicciones (Aprecod), de la provincia, para pedir una internación. Fue en septiembre de 2023 pero tuvo que esperar seis meses por una plaza.
Le pidió a su madre que lo encerrara en una pieza. Que no lo dejara salir por nada. “Me costó un montón. Me hicieron un esquema psiquiátrico para estabilizarme un poco. Pero tenía que esperar porque había mucha gente, mucha saturación por las fiestas de fin de año”, recordó.
En marzo de 2024, con dos meses de abstinencia, consiguió la primera entrevista en la comunidad de Padre Misericordioso de Gálvez 771. Días después, el 20 de marzo, accedió al tratamiento en el hogar que coordina el padre Belay, quien además es titular de la Social Pastoral de Drogadependencia del Arzobispado.

“La primera etapa es la habituación de empezar a hacer talleres en los que trabajás tus emociones, las cosas que hiciste mal. Llegar a no tener ganas de consumir. Hablar y convivir con otros adictos. Es un modelo en donde ves el reflejo de otro compañero y te ayuda a superarte. Es para salir del aislamiento que uno tiene en el consumo”, resumió.
Un año, tres meses, un día
Parte del tratamiento es aprender a pedir ayuda, “hablar de lo que te afecta en el momento y no guardarlo para no explotar para el lado del consumo”, explicó Lucas.
El cambio es complejo. Implica ensayar un nuevo vínculo con las emociones cotidianas: “Conocía un solo camino que era el de consumir, estando feliz, estando triste, con problemas, sin problemas, en un cumpleaños, siempre el consumo. Lo que aprendo es otro camino, enfrentar la vida. Sé que si vuelvo a consumir, lo más probable es que termine muerto”.
El joven de 34 años valoró, al menos, su “lucidez” de no haber tenido hijos. “No podés construir nada en el tiempo –siguió–. Lo que aprendemos acá es poder mantener lo que vamos trabajando. Hoy llevo un año, tres meses y un día libre. Para mí, es lo más preciado que tengo porque en cualquier momento lo puedo perder. Es como un milagro estar ese tiempo sin consumir”.

Después de aquellos primeros tres meses en el centro, pasó a una granja en Granadero Baigorria de la misma comunidad. Sumó el trabajo de huerta, con animales y algunas obligaciones. Un trimestre más tarde volvió a Gálvez al 700, al Hogar Buen Pastor, porque no tiene dónde vivir. En marzo pasado, se graduó de su tratamiento y hace dos semanas consiguió un trabajo de mantenimiento.
Nada de eso se logra sin una ayuda sostenida que incluye plazas de internación y personal de contención de forma continua: “Cuando llegás a lo más hondo que uno puede estar, estás en un inframundo. La gente pasa por al lado y es como si no te viera, pensás que esa es otra vida. Es muy difícil salir sin lugares como este”.
