El silencio de las bombas no trajo claridad. Apenas despejó el humo para mostrar lo esencial: la “guerra de los 12 días” no ha terminado, solo cambió de forma. Más allá de los actores individuales, el conflicto expone una verdad incómoda: el viejo orden internacional está siendo sustituido por un sistema ad hoc de acciones unilaterales, mediaciones improvisadas y liderazgos carismáticos desinstitucionalizados.

La diplomacia clásica fue reemplazada por mensajes cruzados en redes sociales y llamadas casuales o repentinas. Los organismos internacionales que tanto costó crear quedaron reducidos al polvo: la ONU fue completamente marginada y la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) diezmada. Si la Guerra Fría tenía reglas no escritas, la geopolítica actual ya ni siquiera finge tenerlas.

Tras 12 días de guerra abierta, una tregua anunciada unilateralmente por Donald Trump en su red social Truth Social ha congelado los combates. Aunque no resolvió la pregunta más inquietante de este tablero nuclear: ¿dónde está el uranio enriquecido que Irán logró acumular antes de los bombardeos?

Más de 400 kilos de uranio enriquecido por encima del 60 por ciento, suficiente para producir entre seis y ocho bombas atómicas, desaparecieron del radar internacional poco antes de los ataques estadounidenses contra las instalaciones nucleares de Fordow, Isfahan y Natanz.

La inteligencia israelí había advertido movimientos inusuales de camiones blindados en Fordow. Mientras que Rafael Grossi, el director de la OIEA, sugirió que Teherán habría “evacuado” el material crítico. ¿Adónde? Se especula que Rusia le ofreció resguardarlo. Aunque la posibilidad más fiable es un almacenamiento interno en ubicaciones secretas. Pero el hecho concreto es que hoy, nadie tiene la certeza de dónde se encuentra ese material.

El presidente Trump comparó el bombardeo a las tres centrales iraníes con Hiroshima. El paralelismo no fue inocente: buscó conferir al ataque un carácter fundacional, un golpe definitivo para torcer el curso de una guerra. Pero las comparaciones tienen límites. La bomba atómica sobre Hiroshima fue un acto de rendición impuesta. En cambio, el actual cese al fuego es un pacto precario, sin documentos firmados, sin verificaciones, sin mecanismos de implementación. Y lo más importante: sin transparencia.

En la práctica, Washington cedió más de lo que aparenta. Si bien evitó prolongar el conflicto -que podría haber implicado una escalada regional con consecuencias incalculables- habilitó tácitamente a Irán a conservar parte de su programa nuclear como herramienta disuasoria, a cambio de una estabilidad ilusoria.

Adicionalmente, el norteamericano se anotó una victoria simbólica que pudo exponer en la cumbre de la OTAN -esta semana en La Haya- como prueba de su capacidad de “restaurar la disuasión”. Aprovechó el escenario para reposicionarse como el garante del orden global, mientras en realidad desarma sus cimientos uno por uno. El show sigue, aunque la estructura tiemble.

A corto plazo, Estados Unidos logra dos objetivos: protege a Israel de un colapso estratégico en caso de guerra prolongada, y recupera parcialmente su capacidad de influencia sobre Teherán. A mediano plazo, sin embargo, este “éxito táctico” podría convertirse en una pesadilla estratégica si Irán conserva capacidades nucleares latentes y emerge más fortalecido, legitimado por haber resistido un ataque de Estados Unidos sin capitular.

Del lado de Irán, se pagó un precio alto: la muerte de figuras clave del aparato militar, daños estructurales en su infraestructura nuclear y una nueva exhibición de su vulnerabilidad frente a la infiltración israelí. Sin embargo, logró algo que en el plano regional y simbólico es fundamental: no fue derrotado. En términos geopolíticos, eso ya es una victoria.

El presidente Masud Pezeshkian ha reafirmado su voluntad de retomar negociaciones, pero con una condición implícita: no renunciará al desarrollo nuclear. Lo dijo su canciller, lo reiteró la agencia nuclear del régimen y lo confirmó su Parlamento al suspender la cooperación con la OIEA. En su discurso televisado, el ayatollah Khamenei proclamó que Irán le dio una “cachetada” a EE.UU. Puede parecer bravata, pero en el plano de la narrativa interna y regional, ese relato consolida la legitimidad del régimen y reposiciona a Teherán como actor ineludible.

Además, el costo político de la guerra se desplazó hacia Israel, donde la presión sobre Netanyahu no ha cesado. Y el dato más sensible: si Irán logró evacuar efectivamente el uranio enriquecido, entonces su capacidad de disuasión no fue anulada, sino redistribuida. El mensaje es claro: pueden golpear a Irán, pero no controlar el tiempo ni las consecuencias de ese golpe.

Para el gobierno de Netanyahu, el conflicto fue una operación quirúrgica con múltiples objetivos: desmantelar el programa nuclear iraní, reposicionarse internamente ante una opinión pública adversa y recuperar margen diplomático internacional tras la devastadora ofensiva en Gaza. Lo logró parcialmente: la intervención de Estados Unidos desvió el foco mundial, debilitó a Hezbollah y desplazó momentáneamente la crisis humanitaria palestina del centro del escenario.

Pero las victorias de Netanyahu son, como siempre, victorias frágiles. La ofensiva en Irán generó roces internos, con ministros ultras como Itamar Ben Gvir amenazando con romper la coalición si se avanzaba hacia una salida negociada en Gaza. La presión también viene desde Washington: Trump exige un cese inmediato en la ofensiva contra Hamas y el regreso a una hoja de ruta que incluya la solución de dos Estados. Una concesión así no solo tensiona al gobierno, lo fractura donde más le duele: en su propia identidad política.

Además, la versión oficial de haber destruido completamente el programa nuclear iraní está siendo disputada desde todos los ángulos: por las distintas inteligencias, por la OIEA y por la realidad material. El argentino Rafael Grossi fue categórico: el daño fue “muy considerable” pero no definitivo. Y sin inspecciones, todo es conjetura. Incluso la afirmación israelí de que los misiles de precisión retrasaron el programa “dos o tres años” no es verificable y por tanto, no es confiable.

El interrogante nuclear -cuánto se destruyó, cuánto se salvó, qué se pactó- no es simplemente una cuestión técnica: encarna, más bien, la metáfora más elocuente del desorden internacional contemporáneo. La pregunta por el uranio enriquecido excede lo material y representa una grieta en la arquitectura de control y verificación que alguna vez sostuvo cierto equilibrio global.

La ofensiva terminó, pero comenzó la incertidumbre. Se sabe que el material existe, que fue desplazado, pero mientras no se sepa con precisión dónde está, ningún actor podrá operar con certezas, solo con hipótesis que alimentan la inestabilidad.

El alto el fuego detuvo los misiles, no las ambiciones.