No todas las rupturas cambian el rumbo de la historia, pero algunas exponen las tensiones que la historia venía ocultando. La pelea entre Donald Trump y Elon Musk no es solo una anécdota más en el reality show del poder contemporáneo: es el síntoma de una incompatibilidad que estaba latente desde el inicio. Dos egos monumentales, dos modelos de poder y un mismo tablero que ya no los contiene.
Por casi cinco meses, Musk fue la cara glamorosa de la eficiencia radical: el empresario destinado a transformar al monstruo estatal en una ágil startup. Se le veía recorrer la Casa Blanca con la seguridad de quien camina por su propia empresa, opinando sobre política exterior junto a su hijo menor y firmando recortes con una motosierra dorada, cortesía de la Argentina libertaria.
Era la escenografía perfecta para la estética trumpista del segundo mandato: el capital privado como guía moral del Estado.
Pero Musk se topó con una realidad ineludible: el poder presidencial es una maquinaria que no se terceriza. Y Trump lo empujó del trono con una mezcla de desdén y revancha. Lo acusó de haber “perdido la cabeza” y sugirió cortar todos los contratos de sus empresas con el Estado. Es más, Steve Bannon -ex asesor principal del presidente- sugirió investigar su estatus migratorio y deportarlo.
A su estilo, Trump le recordó a Musk -y al resto del ecosistema empresarial- que ningún CEO es más importante que el presidente.
El presupuesto que detonó el conflicto no es menor. Es la pieza central de una política económica con beneficios concentrados en las grandes fortunas y un brutal recorte del Medicaid. Se estima que 10 millones de personas perderían servicios médicos -o su seguro- si el Congreso aprueba la propuesta del presidente. Pero con estas medidas ¿qué fue lo que le disgustó tanto a Musk? Que la proyección del déficit -de acá a diez años- se prevé en 2,4 billones de dólares. ¿El motivo? Un aumento extraordinario del gasto militar.
La realidad es que el ícono de la innovación no invirtió en un gobierno: invirtió en una promesa. La de una administración austera, obediente a la lógica del capital, obsesionada con la eficiencia y disciplinada en lo fiscal. En ese giro, Musk entiende que dejó de ser actor privilegiado para convertirse en variable de ajuste. Y eso, para alguien que no tolera ser segundo, equivale a la herejía.
En su intento por marcar ese punto, Elon acusó a Trump de figurar en los archivos de Jeffrey Epstein y avaló públicamente un pedido de juicio político contra el presidente. Esa transgresión simbólica es lo que terminó de sellar su excomunión del movimiento MAGA. Atacar al jefe es cruzar la línea de no retorno.
Lo aprendió rápido: cayó Tesla en Bolsa, tambalean los contratos de SpaceX y su figura pasó, en cuestión de horas, de héroe libertario a estorbo incómodo para la maquinaria que antes lo celebraba.
Sin embargo, la ofensiva de Musk no terminó ahí. A través de sus redes sociales, dejó entrever una jugada de mayor alcance: la posibilidad de fundar un tercer partido político. En una encuesta publicada en su cuenta este sábado, preguntó si era necesario crear una nueva fuerza que represente al “80 por ciento de los estadounidenses que ya no se sienten identificados ni con demócratas ni con republicanos”.
La propuesta -respaldada por millones de interacciones- apunta a canalizar el hartazgo con el sistema bipartidista y aglutinar el centro político bajo una nueva bandera, potencialmente llamada “America Party”.
La sola idea de una tercera fuerza, con capacidad de arrastre y financiamiento propio, encendió las alarmas en el Partido Republicano. La gran incógnita es si una figura como Musk, con recursos financieros sin precedentes, ¿podrá llegar a erosionar seriamente la base electoral trumpista y poner en riesgo su estrategia de polarización?
Como si fuera poco, Musk deslizó que estaría dispuesto a financiar candidatos demócratas en las próximas legislativas, siempre que enfrenten a republicanos que hayan apoyado el paquete presupuestario del presidente. La advertencia no pasó desapercibida: Trump respondió con una amenaza velada de “serias consecuencias” si ese escenario se concreta.
La pregunta que sobrevuela es si esta ruptura es el final de un vínculo personal o el comienzo de una recomposición del poder real. Lo cierto es que el presidente puede prescindir del empresario innovador. El trabajo está hecho: lo ayudó a ganar las elecciones, a disciplinar a los funcionarios públicos y a oxigenar su imagen con Silicon Valley sin perder ni un ápice del control real. Pero ¿tendrá el potencial de erosionar su liderazgo?
En cambio, Elon Musk sí necesita del Estado: sus empresas dependen de contratos federales, licencias regulatorias y protección institucional. Y lo sabe. Por eso jugó el juego con entusiasmo mientras creyó que podía moldearlo a su favor.
Mientras Trump mantiene el mando, Musk ha empezado a trazar su propio camino. Y el desenlace, al menos por ahora, es tan imprevisible como un tweet a las tres de la mañana.