El despertador acribilla el silencio nocturno. Resuena durante cuatro segundos, el lapso que necesita el cerebro para activar los adormecidos dedos de La Chica. Ella apaga el despertador y permanece acostada, boca arriba. Sus ojos cansinos apuntan, sin ver, hacia el descascarado techo de su pequeña habitación. No encuentra fuerzas ni motivos para levantarse, pero logra erguir su espalda y apartar la cobija agujereada. Desliza sus pies hacia el frío cemento, pisa suavemente y emite un doloroso suspiro. Se viste rápidamente y se dirige hacia el baño. Se lava la cara con agua tibia, bebe un sorbo para limpiarse los dientes y peina su abundante cabellera, reflejada en el espejo roto. Sale del baño y atraviesa un cuartucho oscuro, donde aún duermen su padre y su hermano. Manotea a tientas un bolso raído, introduce la llave en la cerradura y abre la puerta de calle. Luego la cierra y camina varios pasos, pero la carcome su eterna obsesión y regresa. Prueba el picaporte para saber, con exactitud, si está cerrada la puerta. Está cerrada. Para ella, siempre lo está. Entonces, con un interrogante menos en su cabeza, cruza la calle y se dispone, como todos los días, a esperar. Esta vez, el colectivo.

“Hoy hay que barrer y encerar todos los pisos, limpiar el baño y ordenar la biblioteca por orden alfabético, según el apellido del autor. ¿Te acordás cómo se hace?”, dice La Patrona. Entonces La Chica se pone, meta y ponga, a fregar. Abre la ventana para que entre el sol, así puede divisar mejor la mugre. Hay mucha pelusa, porque el perro cocker y El Patrón están perdiendo el pelo. Pero el cocker es bueno. Se llama Joe y casi no ladra. Nunca levanta la cola. Quizá padece cierta tristeza, como La Chica.

La tarea más engorrosa es acomodar la biblioteca según el apellido del autor. Labor que realiza cada seis meses, aproximadamente. Extrae todos los libros de las estanterías, los separa y después vuelve a colocarlos. A veces, de algún libro se cae alguna tarjeta postal, o algún billete viejo. Una vez, abrió un libro viejo para mitigar un poco la humedad y encontró una carta de amor. Una historia de infidelidad. Casi cuenta todo, pero al final se arrepintió y metió la carta donde estaba. Quizá algún día, un miembro de la familia hojee ese libro y se entere. O quizá no. Porque allí a nadie le interesa mucho leer. Parece que los libros, como los matrimonios, son muy aburridos.

Así se desarrolla la vida de La Chica. Esperando colectivos, trabajando once horas por día, desechando bolsas de basura y sueños. Cierto día, La Patrona la observó más silenciosa que de costumbre. En varias ocasiones le preguntó qué le ocurría, pero La Chica evadía cualquier requerimiento. Le preguntó si le alcanzaba con el último aumento que le dio, porque sabía que el padre y el hermano se apropiaban de gran parte de su sueldo. Finalmente, sin ninguna expresión de felicidad, La Chica le reveló que estaba embarazada. Pero el padre de la criatura, un amigo de su hermano, había desaparecido.

Sucedió en una noche de verano. Su hermano y un amigo jugaban a las cartas en la cocina. Eran las dos de la mañana, pero estaban bebiendo vino desde las seis de la tarde. La Chica estaba entredormida, en su pieza, sin luz. En realidad, nunca tenía luz. Entonces escuchó un grito del amigo del hermano. Estaba alegre y empezó a reclamar una deuda del juego. Siempre jugaban por dinero. El hermano y su amigo discutieron un buen rato y, después, se pusieron a cuchichear algo en voz baja. De repente, se apagó la luz de la cocina y todo quedó en silencio. Se abrió la puerta de la pieza. Ella se acurrucó contra la pared. Comenzó a rezar, pero se dio cuenta que nadie podía salvarla. Sintió mucho olor a alcohol y, luego, una mano en la vagina y otra en la boca. No pudo ni quiso ver nada. Unos minutos después, todo había terminado.

Una lúgubre habitación. Diversos insectos revolotean en derredor de la bombita de luz amarilla. El aire es espeso y pegajoso. Sin embargo, la pequeña ventana debe mantenerse siempre cerrada. Solo se abre, a veces, cuando no hay nadie en la habitación. Ahora está La Chica, acostada. Desnuda y transpirada. Temerosa, pero decidida. Temblando de calor, debajo de otra colcha agujereada. Sintiendo un extraño olor. Ya sin padre ni hermano. Ya no sabe ni quién es. Tampoco sabe qué lleva adentro. Solo ve una luz amarilla, mosquitos, dos manos y una aguja de tejer. Recuerda los pulóveres que tejía su abuela. Y ya no recuerda nada más.