-Un año del choque de los colectivos, qué bárbaro.

-Es verdad, cómo pasa el tiempo.

-Sí, pero sabés qué. Esta vez lo siento al revés, parece que hubiera pasado mucho antes. El tiempo pasó más lento.

La conversación se escuchó en estos días en la puerta de un negocio de Zavalla, el pueblo más castigado por la tragedia del 24 de febrero del año pasado, cuando dos colectivos del mismo grupo empresario, conducidos por choferes que se conocían, protagonizaron el desastre vial más grande de la historia de la provincia de Santa Fe.

La charla entre esos dos vecinos o vecinas tiene un simbolismo muy fuerte porque pone el eje en el tiempo, ese enemigo sempiterno de los justos reclamos populares. Ese efectivo sedante que congela las mentes y los corazones, que silencia las bocas, que frena los pasos.

En Casilda, en Zavalla, en Pérez y en Rosario, eje del corredor de la ruta 33 que quedó manchada de sangre y lágrimas hace un año, las marchas fueron concurridas, tristes e interpeladoras en los días posteriores al choque. El dolor de los familiares de las víctimas era el dolor de todos; aunque distinto, claro. Unos lloraban a sus muertos; los otros se angustiaban de pensar que ellos o sus hijos pudieron estar ahí.

Pero el tiempo, y la eterna propensión de los seres humanos por resignarse, hicieron su efecto. Y esos factores jugaron otra vez a favor de los que especulan con el olvido, de los que se sientan a esperar que una tragedia tape a la otra. La rueda tiene que seguir girando y en algún punto todos nos subimos a ella. 

Las marchas se volvieron solitarias, la muerte pasó a ser un recuerdo, la tragedia tomó forma de “mala suerte” y en muchos casos el reclamo derivó en pujas políticas, ya sea para atribuirse avances en la causa o para salvar el pellejo.

En estos doce meses de Justicia otra vez ciega, sorda y muda, queda una lacerante certeza: hay trece lugares vacíos que nadie puede ocupar. En la calle (o en la ruta) ya no los volveremos a encontrar. Porque en las calles ya no nos volveremos a encontrar.