La primera sensación fue extrañeza. Qué novedad, ¿no?, después de casi tres meses sin pisar un bar…

En el desagregado del ambiente había varias “singularidades” detectables: un dejo de encierro y cierto contraste con el fresco de la calle (la última vez había sido de mangas cortas y sandalia). Todo encapsulado en un tapabocas con aspiraciones de corpiño facial que llevaba un par de horas colgado de las orejas.

 —Un cortado en jarrita. Gracias.

A tres sillas distanciadas–la unidad de medida “mesas” da más para un restaurante– y contra el vidrio que da a la calle, dos personas charlan. Nadie más en un espacio para otras ocho.

El recorte habitado del salón y el ruido del vapor inflando la espuma en una jarrita de acero inoxidable anulaban por un rato la intención inicial.

De repente, no estaba ahí en busca de una crónica sino esperando por la combinación de leche y café en un pocillo de cuello alto. Amargo y caliente.

Ya con el aroma a la altura del mentón, el resto fue costumbre: tomé el asa, bebí y junté los labios para que la primera impresión no se escape.

Por diez minutos había recuperado la “normalidad”. Las mesas eran mesas y no bases para sillas patas arriba, podía trazar una diagonal hasta el baño y cada sorbo era un guiño a los planes de comienzos de marzo.

No había alrededor mascarillas de diseño ni prótesis de plástico transparente. Apenas una botellita de alcohol en gel al alcance de la mano que bien podía pasar por un edulcorante viscoso.

Pero, aunque esa pausa de 82 días no acusara recibo en la boca, las cicatrices estaban. Antes eran dos y en ocasiones tres. Esa mañana, quien servía el café era la misma persona que lo preparaba.