Los proyectos en pausa. La economía en pausa. Los viajes y fiestas en pausa. Hace exactamente un año se declaraba la cuarentena oficial por coronavirus en Argentina y entrábamos en ese extraño estado de pausa renovable y play intermitente que instaló la “cláusula condicional” en todos nuestros planes y objetivos.

Detrás del “si la situación epidemiológica lo permite”, que lanzaba el Gobierno cada quince días, se encolumnó la aleatoria hoja de ruta de millones de personas supeditadas a otros, y esos a otros, y todos al virus. Un exótico virus que –globalización mediante– cruzó fronteras, surcó mares y atravesó espacios aéreos con mucha más velocidad y mucha menos gracia que el tren de satélites Starlink, de cuyo paso por el cielo, a falta de espectáculos terrestres, fuimos ávidos testigos.

El presidente junto a los cuatro gobernadores que lo acompañaron durante el anuncio. 
(Prensa Casa Rosada)

Entonces, lo provisorio se volvió permanente hasta nuevo aviso y la incertidumbre devino "estado colectivo". Lo privado se tornó público y lejos de la aparente empatía del comienzo, el individualismo (mi derecho/mi libertad/hago lo que quiero, etc.) ganó terreno, y lo sectario (por qué ellos sí y nosotros no/por qué unos en Miami y otros encerrados, etc) abolió la ilusión originaria que nos pretendía superados en la pospandemia y que vinculaba las situaciones límite con el redescubrimiento de valores humanitarios y un supuesto (y naif) resurgir del género humano.

Lo provisorio se volvió permanente hasta nuevo aviso y la incertidumbre se instaló como estado colectivo.

Pero a un año de aquello, está claro que lo único nuevo fue el virus. Las miserias, el tráfico de influencias, el aprovechamiento de la vulnerabilidad de los más débiles para el empoderamiento de algunos, las componendas vergonzantes y el menoscabo de derechos adquiridos, vieron la luz una vez más y se repitieron tristemente, como en otras tantas crisis. Usando, en este caso, la pandemia como excusa. Amparándose sus actores en la impunidad prestada por el “estado de emergencia sanitaria”, traicionando ideologías , doctrinas y falsas promesas de campaña. Ningún hallazgo. Los mismos de siempre navegando o volando en primera clase y saltando a los botes antes que nadie. Con o sin virus.

De igual modo, pero en sentido contrario, miles de personas organizaron movidas solidarias para apoyar a quienes tuvieron que reconvertir a la fuerza sus oficios, promocionaron los productos y servicios que ofrecían vecinos, amigos y conocidos, por el solo hecho de dar una mano. Otros repartieron bolsones de comida y armaron colectas para ayudar a colegas sin trabajo, a causa de la estricta y prolongada cuarentena. Tampoco esto fue nuevo o fruto de un “milagro pandémico”. Quienes pensaron en los otros e hicieron el esfuerzo de habitar sus zapatos, aunque su situación personal fuese cómoda y desahogada, son los mismos solidarios de siempre. Los que siempre están. Los que viven sin anteojeras. Los que no entienden el bienestar si no es compartido. No en función de un rédito político o la próxima candidatura, sino de buena gente. Los imprescindibles de siempre. Con o sin virus.

Y en medio del desconcierto popular, dieron su nota una vez más, los sabios de todo y nada, que –desafiando a Alfred Hitchcock y Steven Spielberg y sus sagas de suspenso y ciencia ficción– pulularon como el humo y los mosquitos. Infinidad de teorizadores de café que replicaron encriptadas y conspiranoicas tesis sembradas en las redes por usuarios de identidad oculta.

Virus de diseño, laboratorios espías, veneno en jeringas, políticas de exterminio y nuevo orden mundial. Todo junto. Todo mezclado y bien regado con dióxido de cloro, canilla libre de jarabe libertario y perdederas de tiempo en Comodoro Py.

Inéditos y complejos 365 días en los que aprendimos –no sin rebelión interna– que el “sólo por hoy” es la unidad de medida de nuestro tiempo.

El notorio y sorprendente desprecio por “los científicos” y por los gobiernos supeditados a sus recomendaciones, en medio de una pandemia de la que quizás sólo saldremos de la mano de ellos, los investigadores, fue una marca creciente en el último año. La admiración espasmódica hacia el personal de salud y las personas que hacen ciencia, alternó fases de odio explícito en algunas movilizaciones callejeras fogoneadas por la oposición, con viralizaciones ponzoñosas, inseminadas con suspicacias y atribución de culpas que sólo sirvieron para acrecentar la desconfianza. Bipolaridad manipulada en la previa de un año electoral, que también dio origen al: “yo no me vacuno” versus “yo quiero mi vacuna y la quiero ya”, y otras tantas oscilaciones.

Al clima cargado de confusión y ansiedad en la antesala del inicio del ciclo lectivo, se sumó el escándalo del vacunatorio con privilegios, que no sólo arrasó con el ministro de Salud, sino que enturbió innecesariamente un operativo que en la práctica se destaca por su cuidado y respetuoso protocolo, a pesar de la lentitud en la llegada de las dosis. 

El exministro de Salud de la Nación, Ginés González García, escoltado por científicos.

Inéditos y complejos estos 365 días en los que aprendimos –no sin rebelión interna– que el “sólo por hoy” es la unidad de medida de nuestro tiempo, mientras la pandemia –que comenzó en 2020 y continuará hasta quién sabe cuándo– siga fuera de control en gran parte del mundo.

Las pandemias no cambian a las personas ni a las sociedades, sólo desnudan las almas.

Cómo nos encontrará el 20 de marzo de 2022, cuando hayan pasado dos años del inicio de aquella primera cuarentena, es una gran incógnita y también una circunstancia fuera de nuestro alcance. Pero pensándolo mejor, quizás la incógnita no lo sea tanto, al menos en lo referido a las relaciones humanas.

Cuentan los sobrevivientes de pestes anteriores, que las pandemias no cambian a las personas ni a las sociedades, sino que sólo desnudan sus almas. El espectáculo puede ser deslumbrante o pavoroso, dependiendo de quién mire, de quién se deje mirar y de lo que cada uno tenga para mostrar.